Autorretrato

Miguel de Cervantes

 

Éste que ves aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y éstos mal acondicionados y peor puestos, sin correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos; ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de Galatea y de don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César, Caporal Perusino, y otras que andan por ahí descarriadas y quizán sin el nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades, perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzaso, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V.

Julio César[1]

William Shakespeare

ACTO TERCERO

Escena primera

(monólogo de Antonio frente al cadáver de Julio César)

Antonio. —Ah, perdóname, sangrante trozo de tierra, por ser suave y amable con esos matarifes. Eres la ruina del hombre más noble que jamás ha vivido en el reflujo de los tiempos. ¡Ay de la mano que vertió esta preciosa sangre! Ahora profetizo sobre tus heridas —que, como bocas mudas, abren sus labios de rubí pidiendo la voz y palabra de mi lengua— que caerá una maldición sobre los miembros de los hombres: guerra interna, feroz discordia civil desgarrará todas las partes de Italia: la sangre y la destrucción serán tan ejercitadas, y las cosas terribles tan acostumbradas, que las madres no harán sino sonreír cuando vean a sus hijos descuartizados por las manos de la guerra: toda compasión será ahogada por la costumbre de acciones feroces, y el espíritu de César, volando en busca de venganza, con Atis[2] a su lado, saldrá, acalorado, del infierno, y en estas tierras, con voz de monarca, gritará muerte a todos, y soltará los perros de la guerra, de tal modo que esta infame acción olerá sobre la tierra con hombres hechos carroña, gimiendo por tener sepultura.

 

 

[1] Tomado de Shakespeare. Tragedias (Historia de la literatura), RBA Editores, Barcelona, 1994, p. 442.

[2] Diosa de la venganza.

La Lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe.
La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Jorge Luis Borges