Una prohibición indefendible

Nunca he consumido mariguana ni tengo previsto hacerlo por la sola razón de que no se me apetece. Soy aficionado al vino, la cerveza y algunos licores: el tequila, el whisky y el vodka. Esas bebidas han deleitado mi paladar, han dado más sabor a mis lecturas y a mis conversaciones, me han vuelto más afectuoso y más inspirado, me han hecho menos amargos los tragos amargos de las adversidades.

      Sería capaz de levantarme en armas —aunque las únicas que he disparado son, en mi lejana infancia, mis pistolas de agua y de fulminantes— si el gobierno quisiera prohibírmelas.

      Tengo buenos amigos que fuman su cigarrito de mariguana con propósito recreativo. Ninguno de ellos se ha transformado en Mister Hyde al fumárselo. Me cuentan que se han sentido alivianados, han visto el cielo más azul y más verde la fronda de los árboles. Su mota es tan importante para ellos como para mí mis elíxires. Así como yo no soy alcohólico, ninguno de ellos es adicto.

      Si la mariguana es menos peligrosa para la salud que el alcohol y el tabaco, no tiene sentido prohibirla; si es tan dañina como creen muchos, con mayor razón hay que sacarla de la clandestinidad y regularla, pues, como advierte Héctor Aguilar Camín (Milenio, 2 de noviembre), mantenerla prohibida es dejar un mercado riesgoso para la salud en manos de policías y narcotraficantes”.

      Suponiendo que la mariguana sea peligrosa, sin duda no lo es tanto como actividades cuya legalidad nadie discute: el alpinismo, el automovilismo, el funambulismo, por ejemplo. Me resulta difícil comprender que haya quienes gozan escalando el Everest, no obstante, el sufrimiento que eso produce y la amenaza a la sobrevivencia que conlleva, y que por hacerlo paguen decenas de miles de dólares. Pero no hay duda de que debe respetárseles el derecho a ejercer la práctica que los apasiona.

      Hay gente que muere a causa de las drogas, pero esas muertes se deben a la adulteración de la sustancia, a las jeringuillas contaminadas, a las sobredosis o a la falta de información sobre su adecuado manejo. Y, además, por decirlo con palabras de Fernando Savater (Ética como amor propio), “la vida que pierden es suya, no del Estado o de la comunidad”. Cada cual tiene derecho a arriesgar su vida a condición de que no ponga en peligro la de otro sin su consentimiento.

      Gabriel Matzneff enseña (Le taureau de Phalaris): “El haschisch, el amor y el vino pueden dar lugar a lo mejor o a lo peor. Todo depende del uso que hagamos de ellos. De modo que no es la abstinencia lo que debemos enseñar, sino el autodominio”. Yo soy diabético y por tanto me resulta conveniente controlar la ingestión de azúcares, grasas, harinas y lácteos, pero no exigiría ni me gustaría que se cerraran las pastelerías, se proscribieran las gorditas de chicharrón o se retiraran del mercado los quesos manchegos. Si decido consumir esas delicias, el glucómetro me señalará el pecado cometido, pero no quiero que el Estado castigue mi culpa.

      No todo consumidor de droga es drogadicto. El Estado está obligado a informar completa y correctamente sobre cada una de ellas y, una vez que se legalicen, su función será controlar su elaboración y su calidad. El adicto tiene derecho a la ayuda de la sociedad tal como el que desea superar su depresión, escapar de una relación destructiva o librarse de cualquier otra dolencia. Pero no es lo mismo ayudar que prohibir.

      John Stuart Mill dictaminó (Sobre la libertad): “El único propósito en virtud del cual puede ejercerse legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada en contra de su voluntad es impedir que dañe a otros. Su propio bien, sea físico o moral, no es justificación suficiente”. Con el único límite de respetar los derechos de los demás, el individuo libre no debe tener obstáculos en una democracia para buscar placer o conocimiento, disponer de sus energías o de su cuerpo, experimentar consigo mismo.

      Además, todos sabemos que la prohibición no ha logrado disminuir un ápice la producción, el tráfico y el consumo de drogas pero, en cambio, ha generado una horrorosa espiral de violencia que en México ha cobrado decenas de miles de vidas. ¿Por qué? ¿Para qué? Es la guerra más absurda que pueda imaginarse.