Al avalar la permanencia en nuestro ordenamiento jurídico de la figura del arraigo, en su sesión del 14 de abril de este año, ninguno de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación defendió que esa medida cautelar fuera respetuosa de los derechos humanos.
Ninguno de los argumentos para la resolución fue de índole jurídica, si bien, el fallo —tomado por mayoría de seis votos contra cinco—, como lo apunté la semana pasada, era previsible porque es congruente con la resolución precedente del 3 de septiembre de 2013, en la que nuestro máximo tribunal decidió que los derechos humanos previstos en los tratados internacionales pueden ser restringidos por artículos de la Constitución.
Con el fallo de hace año y medio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación echaba abajo el principio pro homine o pro persona introducido por la reforma constitucional de 2011, de acuerdo con la cual los tratados internacionales en materia de derechos humanos tienen jerarquía supraconstitucional cuando sus normas son más benéficas para la persona, pero la Constitución tiene una jerarquía superior a la de los tratados cuando la disposición constitucional otorga mayor protección al individuo.
De los argumentos expuestos para defender el arraigo, dos me llaman, particularmente, la atención. Uno de ellos es curioso. La Corte —dijeron reiteradamente varios ministros en la sesión— tenía que “darle una deferencia al poder constituyente de manera indefectible”.
Deferencia significa —dice el Diccionario de la Real Academia Española— adhesión al dictamen o proceder ajeno, por respeto o por excesiva moderación; muestra de respeto o de cortesía, o conducta condescendiente. Es decir, por cortesía, condescendencia y excesiva moderación, la Corte (los seis ministros que suscribieron el fallo mayoritario) admite que una figura indefendible prevalezca sobre los derechos humanos.
Con la misma deferencia por el constituyente permanente, nuestro máximo tribunal pudo optar por aplicar en ambas resoluciones, la del 3 de septiembre de 2013 y la del 14 de abril de este año, el segundo párrafo del artículo 1º reformado de la Constitución, que consagra el principio pro homine o pro persona, y que también es de la autoría de ese poder.
De esa manera, además de la deferencia por el constituyente permanente, el alto tribunal también la hubiera tenido con la supremacía jerárquica de los derechos humanos y con todas las víctimas —pasadas, presentes y futuras— de la aplicación del arraigo.
El otro argumento fue que el arraigo tiene entre sus finalidades la de hacer efectivos los derechos de las víctimas. Con esa lógica, cualquier abuso contra un indiciado —la detención indebida, la cancelación del derecho a la defensa, la tortura— estaría justificado: todos esos atropellos favorecerían un fallo condenatorio. Volveríamos a la Inquisición.
Pero, ¿eso hace efectivos los derechos de las víctimas? Por supuesto que no. Lo que las víctimas quieren, además de que se les brinde una atención profesional y se les repare el daño, es que los culpables de los delitos sean castigados, y eso no se logra restringiendo o suprimiendo derechos a éstos, sino con una investigación escrupulosa y eficaz por parte del Ministerio Público.
Por lo demás, hay que decir que el arraigo no ha aumentado la eficacia de dicho órgano de la acusación. De los miles y miles de arraigos que se han aplicado, en 97 por ciento de los casos no se han obtenido pruebas para iniciar un proceso penal contra los indiciados.
El arraigo es una grave anomalía en nuestro sistema de justicia penal. En el Estado de derecho debe investigarse para detener, y no detener para investigar. No existe una figura similar en ningún otro país democrático. Esa medida cautelar permite que una persona pueda estar detenida sin pruebas hasta por 80 días sin ser puesta a disposición de un juez. Ese lapso prolongadísimo en un limbo kafkiano es apto para causar angustia extrema al arraigado y sus familiares. Además, muy probablemente, al arraigado, aunque al final sea puesto en libertad, la medida le hará perder amigos y empleo, le destruirá la reputación y le agriará el vino interior.