Empiezo por puntualizar que abusar sexualmente de un menor es un delito gravísimo que amerita la más enérgica reprobación social y las sanciones penales más severas. Más aún: los culpables merecerían que Yahvé, el vengativo Dios del Antiguo Testamento, volviera a hacer que lloviese fuego y éste cayera sobre las cabezas de los abusadores.
En la avalancha de imputaciones por acosos y ataques sexuales iniciada en Hollywood y continuada en varios países del mundo se ha incluido un video en el que se observa a una jovencísima Demi Moore, a los 19 años, besando en los labios suave aunque algo prolongadamente a un muchacho de 15 que celebra su cumpleaños.
El beso es claramente consentido. El chico, lejos de parecer incómodo, luce más que contento: fascinado. El acto no ocurre en la clandestinidad ni con los protagonistas a solas: varios asistentes a la fiesta observan alegres y divertidos la escena.
No obstante, el video ha venido acompañado de voces condenatorias que claman que se trata de un abuso sexual porque el joven era en aquel entonces menor de edad, y advierten admonitoriamente que un abuso de esa índole no sólo puede ser cometido por hombres sino también por mujeres. Por tanto, acusan, Demi Moore atropelló sexualmente al chico.
¿Alguien podría pensar que se infirió agravio o se causó algún trauma psíquico al cumpleañero? Retrocedo el tiempo en mi mente. A los 15 años estaba en primero de preparatoria. Recuerdo a mis compañeros de la Prepa Uno. Tengo la seguridad de que ni al más tímido ni al más huraño le hubiera resultado ofensivo o traumático ser besado de esa manera por Demi Moore. Más bien creo que cualquiera de ellos se hubiera sentido nimbado por el soplo mágico de Afrodita.
¡Pero el quinceañero todavía era un menor, y ella ya había alcanzado la mayoría de edad!, reclamarán los celosos guardianes de las prácticas socialmente aceptables. Sí, era un menor de edad pero no un niño incapaz de comprender el significado de un beso y de conducirse conforme a esa comprensión. Y Demi Moore era apenas cuatro años mayor que él.
Abundan los noviazgos en Estados Unidos —donde ocurrió el suceso—, en México y en todo el mundo en los que el novio o la novia tiene 18, 19 o 20 años, y su pareja 13, 14 o 15. ¿La mayor o el mayor de esas parejas es una abusadora o un abusador? ¿Existe quien crea eso?
Esas parejas se besan ––y muchas hacen mucho más que besarse–– y a ningún testigo dotado de un mínimo de sensatez se le ocurriría llamar a un policía y solicitarle la detención en flagrancia de la o el más grande por el abuso sexual, sencillamente porque no hay tal abuso.
Una muchacha o un muchacho con capacidad psíquica no disminuida y provisto ya de los caracteres sexuales secundarios está en completa aptitud mental para otorgar su consentimiento a las caricias eróticas. Por tanto, no habrá abuso sexual si éstas son consentidas con total libertad, sin presión alguna.
La media de edad en que se inician en México las relaciones sexuales es entre los 15 y los 17 años ––las encuestas difieren pero siempre dentro de ese rango––. ¿Son relaciones abusivas si alguno de los participantes ya tiene 18? ¿Alguien podría sostener honestamente que ––en la memorable tragedia de Shakespeare–– Romeo, que tenía entre 16 y 18 años, abusó de Julieta, quien no rebasaba los 13, porque los inmortales amantes de Verona se brindaron mutuamente las caricias eróticas supremas, una lluvia de luz en medio de la oscuridad del odio que los circundaba?
En los delitos de índole sexual en los que la víctima ya no es un infante la ausencia de libre consentimiento es conditio sine qua non del delito. El chico del video no fue afrentado por esa caricia consentida que, bien observada en la escena exhibida, es más un jugueteo que un contacto lascivo: una singular felicitación que hizo vivir al púber un momento de ensueño.
Solamente los puritanos y los fariseos pueden ver con sus ojos puros un nefando pecado ––¡o un delito!–– donde no hay más que una travesura que no contrarió a nadie. Ni Demi Moore ni el entonces quinceañero, ni ninguno de los presentes en esa fiesta, podían imaginar que 36 años después habría dedos flamígeros condenando aquel mimo como si fuese un crimen.