Soy una figura molesta pero necesaria. Mi papel se presta más a la censura que al elogio. Y es natural, el crítico es el aguafiestas, el villano de película del Oeste, el resentido, el amargado, el ogro y la bruja de los cuentos de niños, el viejo sucio que viola a la chica indefensa, el maniático, el doctor Jekyll y mister Hyde: en pocas palabras, el que exige a los demás que se arriesguen mientras él mira los toros desde la barrera. Si lo anterior fuese cierto, el oficio del crítico estaría más próximo al mundo de la delincuencia que a la ley de responsabilidades. Y yo creo que la crítica es (o debería ser) una profesión como otra cualquiera, con sus derechos y obligaciones.
El crítico tiene el compromiso de probar que sus juicios son correctos, que no habla de memoria sino que, por el contrario, sus ideas están respaldadas por la realidad estética de la obra que analiza. Por otra parte, tiene el derecho de decir lo que piensa tal como lo piensa, sin eufemismos, sin presiones, en voz alta y con toda la boca. Si yerra, que las letras mexicanas se lo reprochen; si acierta, que aplacen su sentencia de muerte y lo dejen vivir en paz sus contados días.
No creo que la literatura sea como el maná, un alimento capaz de saber a lo que uno quiere que sepa, una solución válida que sirva para desterrar los problemas que nos preocupan. La función de la literatura es modesta y por tanto poco espectacular.
En el caso concreto de México la literatura casi no tiene nada que ofrecer. En primer término porque su misión específica es reducida: se concreta a mostrar y no a remediar. Después, porque los tirajes de los libros son confidenciales: normalmente de dos a tres mil ejemplares en un país que sobrepasa los 100 millones de habitantes.
Pensar que la literatura entre nosotros llega al pueblo es una mentira: el pueblo no sabe leer, y si sabe aún no puede ir más allá de los comics y las fotonovelas; además, el libro es caro, casi un objeto de lujo. En definitiva, la literatura mexicana se desenvuelve dentro de un círculo vicioso burgués: la escribimos los burgueses, la leemos los burgueses y la criticamos los burgueses. Todo queda en familia.
Mis simpatías literarias como crítico están con los innovadores, con aquéllos que luchan por implantar una manera de vivir (de escribir) distinta. En los momentos más significativos de sus vidas como escritores prefiero a José Vasconcelos y no a Antonio Caso, a José Juan Tablada y no a Efrén Rebolledo, a José Gorostiza y no a Jaime Torres Bodet, a Octavio Paz y no a Rafael Solana, entre otras muchas opciones que podría citar. Los primeros representan la voluntad de ruptura y los segundos (al margen de sus propias aportaciones) la conformidad en cierto modo con el statu quo. De las dos partes de esta opción opto por la primera, la de los acróbatas que ejecutan sus piruetas a gran altura y no tienen, abajo, una red que los proteja.
A lo largo de 60 años he tratado de ser fiel a mí mismo y congruente con las ideas en que sustenté y sustento mis tareas como escritor y hombre preocupado por sus semejantes.
Si en los años cincuenta mi compromiso pudo calificarse de elitista, de pequeñoburgués, de avanzado en el terreno de la estética y reaccionario en el campo de las ideas políticas; si en los sesenta, setenta y ochenta no hice nada, salvo los retóricos golpes de pecho, para modificar sustancialmente mi actitud, que siguió siendo la de escribir para unos cuantos que eran, como yo y la mayor parte de mis compañeros de generación, los “exquisitos”, con gran congoja para mi sensibilidad bien intencionada y socializante. Hoy creo que ese compromiso se ha clarificado: ya no le pido peras al olmo, ya no me exijo pensar y sentir como un proletario cuando estoy convencido que soy un burgués. Ya no me hago ilusiones: la literatura no va a salvar en general al mundo y en particular al hombre, al hombre que tiene un nombre y un apellido, tan sólo le va a ofrecer una larga cadena de pistas que le permita conocer el amor y el desconsuelo.
Me repugna el elitismo, despierto y dormido me considero un burgués avergonzado de sus prerrogativas, en constante lucha con los intereses propios de mi clase y, al mismo tiempo, ávido de gozar (en los agridulces suburbios del sistema) las oportunidades corporales e intelectuales que me ofrece la civilización occidental.
Artísticamente creo que en la literatura se dan cita y conviven pacíficamente toda clase de valores, por antagónicos que parezcan, y que resulta improcedente rechazar en nombre del pueblo las obras producidas a su espaldas y, aún más, que se proponen objetivos que son diametralmente opuestos a los intereses de la clase trabajadora.
Si este tipo de obras son de excelente factura tarde o temprano serán patrimonio del pueblo. Cuando medito acerca de este tema, en el pasado me topo con Balzac, y ahora con Octavio Paz. Dentro de algunos años, como sucedió con las obras del autor de la Comedia humana, el escritor mexicano será lectura provechosa para los lectores preocupados por utilizar la literatura como una de las armas necesarias para construir un nuevo estado de cosas que beneficie al pueblo de nuestros países.
Desde la juventud formo parte de la oposición. Y formo parte de ella desde las filas de los francotiradores que confunden adrede la actitud moral con la postura política. Soy, pues, un disidente (lo digo con voz un tanto jactanciosa) sin armas y sin ponzoña. En otras palabras, no he sabido ni tampoco querido dejar atrás mis años de aprendizaje ingenuos y ávidos, es decir esperanzados.
Por todas estas razones, repito, soy una figura molesta pero necesaria. Supongo que a las personas como yo la historia no nos dará la razón; pero al menos al juzgarnos se apiadará de nosotros.
Posdata. No he claudicado, he sido fiel a mí mismo. Aprendí de mamá que mis errores son míos y sólo a mí me pertenecen. Aclaro: puedo equivocarme por incultura o inexperiencia, pero nunca por provecho personal. Soy una persona honrada. Cuando se me lea sin los prejuicios de la hora presente seré un autor indispensable para entender ciertos años, ciertos periodos y ciertos autores. Se estará de acuerdo con algunos de mis juicios y en desacuerdo con la mayoría de ellos: la crítica, después de veinticinco años de emitida, es tan obsoleta como un zeppelín, y yo soy probablemente un zeppelín.
Como crítico me sucederá lo que un día observó Alfonso Reyes: llegará un joven en el último barco y pondrá en tela de juicio todo lo que pensé y edifiqué y se pitorreará de mí. Y yo ya estoy esperando a ese joven que va a tener razón como yo la tuve cuando fui irrespetuoso con mis mayores. Ω
Fuente (23/04/14): http://www.emmanuelcarballo.com/