Con el epíteto de “clásico” se busca distinguir a aquella obra que, por su carácter único y universal a la vez, ha logrado trascender los límites de su propio tiempo y se ha situado en un plano superior en el que conserva su valor y vigencia a través de las épocas. Un clásico es una obra perenne producto del ingenio humano, que no debe pasar desapercibida y merece ser continuamente revisitada, consultada en busca de enseñanzas y aprendizajes que nos ayuden a comprender los desafíos y enfrentar los dilemas más apremiantes de nuestra condición y nuestro propio momento. Un clásico, en fin, es una promesa de la sabiduría a los ojos del porvenir.

El objetivo de esta sección es recuperar fragmentos de aquellas obras y autores de la literatura, el derecho, la política, la historia y la filosofía, entre otras disciplinas, que resultan imprescindibles para la construcción de una cultura de los derechos humanos.

En esta ocasión, nuestra sección se engalana con un extraordinario testimonio de la calidad literaria, la elocuencia discursiva y el compromiso con los postulados liberales de quien fuera uno de los políticos mexicanos del siglo XIX más interesantes. Se trata del  “Manifiesto del Congreso Constituyente a la Nación”, escrito por Francisco Zarco en ocasión de la Promulgación de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada y jurada por el Congreso General Constituyente el 5 de febrero de 1857. El texto, vigoroso en su expresión, contiene una lúcida interpretación del momento histórico por el que atravesaba el país así como una correcta comprensión del significado eminente que tenía la promulgación de la Nueva Carta Magna, cuyo contenido está ahí sintetizado. Al referirse a la carta de derechos puesta al frente de la Constitución, Zarco la considera “un homenaje tributado, en vuestro nombre [del pueblo de México], por vuestros legisladores, a los derechos imprescriptibles de la humanidad”.

Manifiesto del Congreso Constituyente a la Nación

Por Francisco Zarco

Mexicanos:

Queda hoy cumplida la gran promesa de la regeneradora revolución de Ayutla, de volver al país al orden constitucional. Queda satisfecha esta noble exigencia de los pueblos tan enérgicamente expresada por ellos, cuando se alzaron a quebrantar el yugo del más ominoso despotismo. En medio de los infortunios que les hacía sufrir la tiranía, conocieron que los pueblos sin instituciones que sean la legítima expresión de su voluntad, la invariable regla de sus mandatarios, están expuestos a incesantes trastornos y a la más dura servidumbre. El voto del país entero clamaba por una Constitución que asegurara las garantías del hombre, los derechos del ciudadano, el orden regular de la sociedad. A este voto sincero, íntimo, del pueblo esforzado que en mejores días conquistó su independencia; a esta aspiración del pueblo que en el deshecho naufragio de sus libertades buscaba ansioso una tabla que lo salvara de la muerte, y de algo peor, de la infamia; a este voto, a esta aspiración debió su triunfo la revolución de Ayutla, y de esta victoria del pueblo sobre sus opresores, del derecho sobre la fuerza bruta, se derivó la reunión del Congreso; llamado a realizar la ardiente esperanza de la República, un Código Político adecuado a sus necesidades y a los rápidos progresos que, a pesar de sus desventuras, ha hecho en la carrera de la civilización.

Bendiciendo la Providencia Divina los generosos esfuerzos que se hacen en favor de la libertad, ha permitido que el Congreso dé fin a su obra, y ofrezca hoy al país la prometida Constitución, esperada como la buena nueva para tranquilizar los ánimos agitados, calmar la inquietud de los espíritus, cicatrizar las heridas de la República, ser el iris de paz, el símbolo de la reconciliación entre nuestros hermanos y hacer cesar esa penosa incertidumbre que caracteriza siempre los periodos difíciles de transición.

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