En nombre de Dios

Es la primera vez que a un cardenal se le retira su título por acusaciones de abuso sexual. Hace casi un siglo, en 1927, el papa Pío XI aceptó la renuncia del purpurado francés Louis Billot, quien dimitió después de un conflicto de trasfondo ideológico con el Pontífice. Ahora, también un cardenal ha dejado de serlo, aunque por razones radicalmente diversas.

            El cardenal y arzobispo emérito de Washington, Theodore McCarrick, octogenario, presentó su renuncia como miembro del colegio cardenalicio. El papa Francisco la aceptó en menos de 24 horas y ordenó que McCarrick permanezca recluido “en una casa que le será indicada para penitencia y oración hasta que las acusaciones se aclaren a través de un regular proceso canónico”. Una medida equivalente a la prisión preventiva.

            El mes pasado, un hombre rompió su silencio después de 40 años y contó a The New York Times que McCarrick abusó de él cuando tenía 11 años y había continuado haciéndolo durante dos décadas. Se rumora que McCarrick ha mantenido relaciones con adultos y comportamientos inapropiados con seminaristas jóvenes. El cardenal Joseph Tobin, arzobispo de Newark, confirmó que se habían recibido al menos tres acusaciones en ese sentido.

            Durante mi infancia, mi adolescencia y mi juventud no se sospechaba siquiera que algunos sacerdotes, aprovechando el aprecio y la confianza que los padres de familia les dispensaban por su investidura, abusaran sexualmente de niñas y niños. El impacto sicológico del descubrimiento fue tremendo. Si había seres humanos en quienes los creyentes pudieran confiar absolutamente, esos eran los curas, que son —es decir, ellos dicen que son y así lo consideran los feligreses— representantes de Dios en la tierra.

            Y de pronto se desvela una verdad terrible como un tsunami: entre esos seres que transmiten la palabra y descifran los designios de Dios, y proclaman el valor indudable de la castidad, hay, bajo la piel de cordero, lobos sedientos no de la gloria del Señor, sino de los cuerpos de sus criaturas más tiernas. Es decir, poner en sus manos a niñas y niños fue, en muchos casos, ponerlos en sus manos… materialmente. Miles de casos se han conocido en Estados Unidos —a partir de los reportajes de The Boston Globe—, Europa y América Latina. La mayor cantidad de juicios y condenas ha tenido lugar en el país norteamericano.

            Una precisión necesaria. Los casos de abusos sexuales y violaciones contra menores cometidos por sacerdotes son múltiples e inocultables. Los culpables merecerían que el vengativo Yahvé del Antiguo Testamento hiciera llover fuego sobre sus cabezas. Pero ha sido frecuente que en la prensa y en los libros sobre el tema se mezcle y se dé el mismo tratamiento reprobatorio a la actividad sexual no abusiva de los curas y a los verdaderos crímenes sexuales.

            Los sacerdotes que han tenido relaciones sexuales libremente consentidas con personas que ya no son infantes y tienen capacidad de otorgar su anuencia válidamente no son violadores ni autores de abuso sexual. Han infringido el voto de castidad al que se comprometieron al ser consagrados, pero eso no constituye abuso contra persona alguna, sino tan sólo la inobservancia de un deber religioso sumamente cuestionable y cada vez más cuestionado, aun dentro de la propia Iglesia católica.

            Esos sacerdotes que fornican son hombres más débiles que aquellos curas que, Ulises espirituales amarrados al mástil de su fuerza de voluntad indómita, permanecen admirablemente vírgenes, sin sucumbir al canto de las sirenas, ese fiero y dulce llamado de la naturaleza, de la sangre, del corazón, que sólo los asexuados —los que no sienten deseos, los que no se conmueven ante el pansexualismo del mundo— no perciben. Se les podrá reprochar en su Iglesia no haber cumplido con la abstinencia que prometieron. Nada más.

            Pero la moral laica no tiene nada que reprocharles. ¿Hipocresía por no acatar el voto de castidad? Quizá. Pero tal vez muchos hicieron ese voto sinceramente y después fueron vencidos por la tentación que dispara Eros, ese diosecillo que provocó la guerra de Troya y cuyas flechas perturbadoras se dirigen indistintamente, sin discriminación, a religiosos y no religiosos.

Lo que no se perdona

En los debates entre representantes de los candidatos a la Presidencia de la República, Tatiana Clouthier, abanderada de Andrés Manuel López Obrador, aseguraba que amnistía no es impunidad, sin que nadie la desmintiera de manera contundente.

            Digámoslo con toda claridad: amnistía es impunidad absoluta para los beneficiarios. El vocablo proviene del griego amnestia, olvido. La amnistía es una ley que ordena el olvido oficial de una o varias categorías de delitos, extinguiendo la acción penal y aboliendo las indagatorias iniciadas, las órdenes de aprehensión, los procesos en curso y las condenas pronunciadas. Los presuntos responsables y los culpables así declarados por una sentencia quedan en absoluta libertad.

            El gobierno colombiano firmó un acuerdo con las FARC —grupo guerrillero que perpetró numerosos homicidios y secuestros y que tenía nexos con el narcotráfico— para pacificar el país, acuerdo que incluye la llamada justicia transicional que supone penas muy reducidas a los culpables de esos delitos y de otros cometidos por agentes estatales y miembros de grupos paramilitares. A pesar de que el objetivo era de la mayor importancia —poner fin a una guerra de varias décadas— y no implicaba perdón a los delincuentes, sino penalidades disminuidas, la mayoría de los colombianos se manifestó contra tal acuerdo.

            Si no me equivoco, Andrés Manuel López Obrador propugna, supuestamente, para pacificar al país abrumado por una criminalidad desbordada, no el olvido, pero sí el perdón para quienes han secuestrado, degollado, despellejado o quemado vivas a sus víctimas. ¿Habrá una sola madre o un solo padre que pueda perdonar a los asesinos de su hija o su hijo? ¿Habrá una sola hija o un solo hijo que pueda perdonar a los asesinos de su madre o su padre? ¿Habrá una sola mujer o un solo hombre que pueda perdonar a los asesinos de su pareja?

            En Colombia fue posible el acuerdo de paz porque la negociación del gobierno fue con los dirigentes de un solo grupo, las FARC. En México, los grupos criminales que han ensangrentado al país son varias decenas. ¿Cómo negociar con todos ellos? Quienes han hecho de delitos gravísimos su modus vivendi ¿se retirarán del negocio delictivo y se convertirán en buenos ciudadanos? A los líderes de las FARC se les ofrecieron escaños en el Congreso. ¿Qué se les ofrecería a los grandes criminales mexicanos? ¿Quedarían satisfechos sólo con la impunidad? ¿Aceptarían vivir de un trabajo honesto con un salario moderado?

            Olga Sánchez Cordero había dicho que la amnistía no sería para quienes hubieran cometido los delitos más graves. No es lo que dijo López Obrador el pasado martes en Ciudad Juárez. Pero si lo que se busca es simplemente sacar de prisión sólo a quienes han delinquido con drogas sin incurrir en otros delitos de crueldad extrema, el camino no es la amnistía, sino la despenalización. Entre una y otra hay una diferencia abismal.

            Con la despenalización de las drogas quedarían en libertad únicamente quienes han sembrado, cosechado, elaborado, transportado o vendido sustancias prohibidas, pero no quienes han cometido otras conductas delictivas. Esa medida no ofendería a nadie porque los delitos relacionados con tráfico de drogas en realidad no tienen víctima desde el punto de vista criminológico: los consumidores adquieren la droga voluntariamente, sin que nadie los coaccione para que lo hagan.

            “La amnistía aparece como una medida de carácter político, tendente a apaciguar los rencores y resentimientos inseparables de luchas sociales y políticas”, puntualiza Monique Lions en la Enciclopedia Jurídica Mexicana (UNAM y Porrúa). La amnistía que propugna López Obrador no está planteada para uno o varios grupos que hubiesen tomado las armas por motivos sociales o políticos.

            Mientras López Obrador pronunciaba su discurso en Ciudad Juárez, se escuchó varias veces el grito: “¡Castigo a los culpables!”. El hoy presidente electo prometió durante la campaña electoral que la amnistía estaría condicionada al resultado de la consulta que se haría a los deudos de las víctimas. ¿De verdad cree —de verdad alguien puede creer— que los allegados de los muertos pueden aceptar que se perdone a los victimarios?

Inadmisible

Tardó una eternidad, pero al fin El Vaticano, a iniciativa del papa Francisco, tomó la decisión de reformar el Catecismo para declarar que la pena de muerte es inadmisible pues atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.

            La pena capital estuvo vigente en El Vaticano entre 1929 y 1969. El Catecismo la admitía “cuando fuera el único camino” aceptable para la protección del bien común. Siglos atrás, durante el Medioevo, la Santa Inquisición condenó a la hoguera a decenas de miles de herejes y brujas, aunque siempre se utilizó el eufemismo de que el Santo Tribunal no condenaba a muerte sino que entregaba al acusado al brazo secular. Así, la ejecución era llevada a cabo por la autoridad y conforme a las leyes del Estado.

            En realidad, la pena capital nunca ha sido el único camino aceptable para la protección del bien común. Está ampliamente demostrado que en muchos de los países donde no existe —los de la Unión Europea y Canadá, por ejemplo— la incidencia delictiva, incluyendo los delitos más graves, es muy baja.

            Para que la pena de muerte fuera disuasiva se requeriría que un individuo tentado a cometer uno de los delitos que se sancionan con esa pena, esto es, un delito terrible, desistiera de su propósito al pensar en ese castigo. En muchos casos eso no ocurre. Como advirtió Albert Camus: “Si el miedo a la muerte es, en efecto, una evidencia, también es evidente que ese miedo, por grande que sea, jamás ha podido abatir las pasiones humanas… La venganza, el amor, el honor, el dolor, otro miedo, terminan por dominarlo”.

            Desde luego que la pena de muerte, al suprimir físicamente a los delincuentes, los inhabilita para seguir delinquiendo ya que los muertos no suelen resucitar. Pero lo mismo logra la pena de prisión al segregar del resto de la sociedad a quienes han delinquido. A lo que debemos aspirar es a que los delincuentes, por lo menos los culpables de los delitos más crueles o perniciosos, sean castigados en un porcentaje aceptable. Si la pena que sufren es suficientemente larga, proporcional en su severidad al delito por el que se les condena, difícilmente volverán a delinquir.

            Un señalamiento más contra la pena capital debe producir escalofrío aun entre sus más fervientes partidarios: siempre es posible que se condene a un inocente. La condena a un inocente puede deberse a mala fe, por ejemplo tergiversación o fabricación fraudulenta de pruebas —lo que sería en todos los casos un abuso de poder imperdonable—, pero también a un error en la apreciación de los elementos probatorios. Esto último es lo que constituye estrictamente el error judicial. La posibilidad de equivocación siempre existirá por la sencilla razón de que los seres humanos, ¡ay!, somos falibles. Bastaría con que se acreditara un error judicial en una sola condena a muerte para que, ante la mera posibilidad de repetición, se aboliera la pena capital.

            Pero la razón más fuerte contra la pena de muerte es que contraría los valores más altos del proceso civilizatorio. No podemos comportarnos con el delincuente como él se comportó con las víctimas. Se trata de hacer justicia, no de emular la crueldad de los criminales. Fernando Savater sostiene que ninguna muerte es necesaria ni justificable, y que “quien legitima una muerte, legitima la muerte”.

            La vida, como la dignidad, es de respetarse siempre, aun tratándose del peor de los criminales. La pena de muerte quiebra la única solidaridad humana indiscutible, la solidaridad contra la muerte.

            Solidaridad contra la muerte desde la fragilidad y la brevedad de la vida; solidaridad contra la muerte porque nunca ha habido bandera o causa, por estúpida que sea, que no encuentre entusiastas que estén dispuestos a asesinar y a morir por ella; solidaridad contra la muerte porque ésta es para siempre, eterna e irrevocable; solidaridad contra la muerte porque la gran batalla de la especie humana ha sido a favor de la vida, de la prolongación de la vida; solidaridad contra la muerte porque su aplicación oficial no es sino una venganza inútil; solidaridad contra la muerte porque como castigo es absolutamente estéril; solidaridad ante la muerte porque la vida humana es sagrada.

¿La “verdad” o la verdad?

Será la Suprema Corte de Justicia la que determine si es aceptable que se forme una comisión de la verdad para reponer íntegramente las investigaciones de los hechos de la noche triste de Iguala, tal como lo dispuso el Primer Tribunal Colegiado del XIX Circuito radicado en Reynosa, Tamaulipas. La comisión estaría integrada por representantes de las víctimas y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), y le daría instrucciones al Ministerio Público.

            Si el Ministerio Público quedara constreñido a acatar tales instrucciones, tendría que ejercitar acción penal contra cualesquiera que le señalase esa comisión aun sin que se contase con pruebas que hicieran probable la responsabilidad de los señalados. Ante la ausencia de pruebas, el juez ante el que se consignara tendría que negar la orden de aprehensión, pues el artículo 16 de la Constitución exige que sólo se dicte tal orden si, además de los datos que establezcan que se ha cometido delito, “exista la probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión”. Pero si el juzgador, por sentirse presionado, ordenara la captura e iniciara el proceso, se estarían violando gravemente los derechos humanos de los consignados.

            Los afectados por tamaña arbitrariedad, por supuesto, tendrían recursos para combatirla, pero seguramente no considerarían la opción de presentar la queja correspondiente ante la CNDH, pues ésta, conforme al fallo de marras, formaría parte de la comisión de la verdad, la misma que habría mandado al Ministerio Público el ejercicio de la acción penal.

            El artículo 21 constitucional establece claramente que “la investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público”. Pero, de acuerdo con la mencionada sentencia, en este caso el órgano encargado constitucionalmente de investigar los delitos quedaría relevado de esa función porque, dice el veredicto, “lamentablemente no contamos con una fiscalía independiente”.

            Con la misma lógica tendría que decirse que ciertos jueces y magistrados debieran abstenerse de dictar sentencias porque lamentablemente no proceden con independencia de criterio sino movidos por ciertas posturas políticas, además de que no están debidamente capacitados para administrar justicia y actúan con una ligereza sorprendente. ¿Deberían quedar sin efecto los fallos de tales juzgadores?

            Dado que la resolución comentada ordena que se reponga íntegramente la investigación, de donde se desprende que nada de lo actuado hasta ahora sería válido, ¿tendrían que quedar en libertad los más de 120 procesados a pesar de las evidencias sólidas que hay en el expediente?

            En todas las materias, pero sobre todo en materia penal, por lo que está en juego en cada asunto, los jueces y magistrados tienen una responsabilidad delicadísima. Jamás debieran proceder por frivolidad, servidumbre ideológica o afán de conquistar el aplauso de determinado sector de la opinión pública. Su deber es resolver invariablemente con sustento en las pruebas y conforme a derecho. De ellos no debemos esperar espectacularidad ni cálculo político sino sobriedad honesta para cumplir su importantísima función.

            ¿Es deficiente la indagatoria de la Procuraduría General de la República (PGR)? El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) objetó, contra la opinión de prestigiados expertos, que se hubiese producido un incendio en el que se calcinaron los cuerpos de las víctimas, pero no ofreció una hipótesis alternativa a la versión oficial, que en lo sustancial sostuvo que los estudiantes fueron entregados por policías municipales al grupo Guerreros Unidos, quienes los habrían asesinado.

            En todo caso, el nuevo fiscal, próximo a ser designado, podría enmendar las fallas e insuficiencias de la investigación realizada. Lo que resultaría absurdo es: a) que el asunto se dejara en manos no de expertos investigadores, sino de unos representantes de las víctimas que de lo que menos han dado muestra es de objetividad, los cuales, realizaran como realizaran su tarea, ostentarían el título de “comisión de la verdad”, aunque “la verdad” la acomodaran a sus intereses estratégicos, y b) que el ombudsman, desnaturalizándose su esencia, formara parte de esa comisión.

¿Sin el uso de la fuerza?

No es lo mismo ser candidato que ser presidente. George Orwell advirtió: “El lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas… para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento”.

            Numerosas ong’s y el propio Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU han censurado acremente que el gobierno de la República haya echado mano de las Fuerzas Armadas para tareas de seguridad pública que no son de su competencia, y no han sido infrecuentes las quejas por abusos perpetrados por militares al desempeñarlas. Sumarse a esas descalificaciones redituaba políticamente.

            Así que el candidato Andrés Manuel López Obrador fustigó en varias ocasiones la estrategia seguida por los gobiernos de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto en el combate al crimen organizado: no se resuelve nada, sentenció, con la intervención del Ejército y la Marina. El problema de la violencia y la criminalidad se resolvería “sin el uso de la fuerza” (sic), exclusivamente con medidas de justicia social. Aplausos del respetable.

            En cambio —segundo acto—, el presidente electo, el mismísimo Andrés Manuel López Obrador, ha anunciado que es necesario utilizar a las Fuerzas Armadas para garantizar la seguridad de los mexicanos, y que él, al asumir la Presidencia, lo seguirá haciendo no sólo en el corto sino también en el mediano plazo, cuya duración —añado yo— es incierta.

            No se puede hacer a un lado al Ejército y la Marina —aseveró— sencillamente porque no hay más opciones para lograr la paz y la tranquilidad en el país. “Sería irresponsable de mi parte decir que regresen los soldados y los marinos a sus cuarteles y dejar a la gente en estado de indefensión, sin alternativas”.

            ¡Claro que hay que tomar medidas de justicia social! Y no sólo para prevenir la delincuencia, sino porque ésa es una obligación de los gobiernos federal y de las entidades federativas y de todo gobierno en cualquier parte del mundo. Urge terminar ya con la pobreza extrema y ofrecer horizontes promisorios a los jóvenes que llegan a la edad de trabajar. Ésa es una asignatura pendiente en el país desde hace más de 200 años.

            Eso no se consigue creando 100 universidades de calidad dudosa a las que se accedería sin examen de admisión. No se trata de que cada mexicano tenga un título profesional aunque carezca de empleo. Lo que hay que hacer es, entre otras cosas, mejorar sustancialmente nuestra hoy deplorable calidad de educación básica —lo que por supuesto no se logrará cancelando la Reforma Educativa, sino profundizándola—, capacitar a los jóvenes para ingresar al mercado laboral, generar empleos suficientes y cerrar las abismales brechas entre el sur y el resto del territorio nacional.

            Pero ahora mismo lo que es urgentísimo es recuperar la seguridad perdida. La amnistía propuesta sería una vergonzosa claudicación del Estado que agudizaría el ya espeluznante problema de la criminalidad desbordada e impune que hoy azota a varias regiones del país. Un día López Obrador amaneció con esa ocurrencia y la hizo parte de su programa de gobierno. También en este punto, como en tantos otros, debe rectificar.

            La seguridad que requerimos exige a la brevedad posible policías y ministerios públicos altamente profesionales. Esa meta, tan apremiante, no figura entre las numerosas promesas del presidente electo, ni ha sido un objetivo para cuya consecución hayan trabajado seriamente los gobiernos federal y locales.

            Nuestras instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia no tienen la capacidad para enfrentar con éxito ya no digamos a la delincuencia organizada, sino ni siquiera a la criminalidad más desorganizada. Es inaplazable capacitar en serio a sus integrantes, dotarlos de los recursos óptimos y otorgarles salarios y prestaciones laborales adecuados a la importantísima tarea que desempeñan. Un Estado incapaz de ejercer el monopolio de la violencia, de recuperar los territorios bajo control de los criminales, de castigar un porcentaje aceptable de los delitos más dañinos, es un Estado erosionado.

            No podemos resignarnos. “Lo que se llama resignación —dictaminó el poeta y filósofo estadunidense Henry David Thoreau— es la desesperación confirmada”.