Libertad de amar

Esa creencia estaba en el aire, en el imaginario popular, en los numerosos chistes. No hacía falta que explícitamente nos lo dijeran nuestros padres: la creencia flotaba en el ambiente. Los homosexuales –jotos, maricones, mariposones, se les llamaba burlesca o derogatoriamente– eran unos degenerados.

            Al triunfo de la Revolución Cubana se les despidió de sus empleos, se les encerró en campos de concentración para reeducarlos. La Revolución se proponía forjar al hombre nuevo, y los maricas eran uno de los productos aborrecibles del sistema capitalista. Similares o peores actitudes asumieron las demás revoluciones autodenominadas socialistas.

            Tuve dos tíos homosexuales, a los que quise y de los que siempre recibí un trato afectuoso. En la familia no se podía mencionar que lo eran: había que fingir que lo ignorábamos. Todos lo sabíamos y nadie podía decirlo. Nunca salieron del clóset. Era una vergüenza, una aberración, una enfermedad vergonzosa y vergonzante.

            El enorme filósofo Schopenhauer agregó a la última edición de El mundo como voluntad y como representación algunas páginas sobre la homosexualidad. Es el primer filósofo moderno que trata el tema. “La sodomía es una monstruosidad, no sólo contraria a la naturaleza, sino altamente aborrecible y repugnante”. Seres demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado débiles para procrear con garantías de salud derivan por esa vía biológicamente inocua su indeseable capacidad genésica.

            Grandes artistas mexicanos se mofaron despiadadamente de los homosexuales –de los varones, pues al parecer la desviación no era notoria en las mujeres–. José Guadalupe Posada dibujó a los 41 homosexuales detenidos por la policía en una fiesta privada como fenómenos burdamente travestidos. José Clemente Orozco los caracterizó cruelmente en el mural Los anales. Diego Rivera los pintó en los murales de la Secretaría de Educación Pública a punto de ser barridos por la escoba que una enérgica revolucionaria entrega a Antonieta Rivas Mercado, mecenas de la revista Contemporáneos, en la que colaboraban poetas homosexuales.

            El 31 de octubre de 1934, un nutrido grupo de notables artistas, escritores e intelectuales solicitó al comité de la Cámara de Diputados cuya misión era depurar al gobierno de contrarrevolucionarios que también se excluyera a los individuos de moralidad dudosa, quienes con sus actos afeminados creaban una atmósfera de corrupción que impedía el arraigo de las virtudes viriles en la juventud. Asombra la lista de solicitantes, entre los que se encontraban, por ejemplo, José Rubén Romero, Renato Leduc, Juan O’Gorman y Jesús Silva Herzog.

            Todavía hoy (Encuesta Nacional de Derechos Humanos, Área de Investigación Aplicada y Opinión del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM) cuatro de cada diez mexicanos están en desacuerdo con que se permita el matrimonio entre personas del mismo sexo, tres de cada diez no tolerarían que su hijo manifestara su homosexualidad y la cuarta parte apoyaría que se penalizaran las muestras públicas de homosexualidad (¡como en algunos regímenes islámicos!).

            Todo lo anterior, y muchas cosas más que no cabrían en este breve espacio, nos permite apreciar en todo su valor la iniciativa del presidente Enrique Peña Nieto de reforma constitucional para permitir el matrimonio homosexual en todo el país. Ya la Suprema Corte había declarado inconstitucionales las normas que lo limitan a la unión entre un hombre y una mujer, pero sólo cinco entidades en el país han reformado sus códigos civiles para acabar con esa limitación.

            La Iglesia católica –al igual que los sectores más farisaicos e ignaros– ha puesto el grito en el cielo, pero su condena no es cristiana. En el Antiguo Testamento se condena la homosexualidad –¡como la ebriedad, el trabajo en sábado, la blasfemia!–, pero nadie podrá encontrar una palabra de Cristo en los evangelios anatematizando a los gays.

            La iniciativa presidencial y la resolución de la Corte se basan en los principios de igualdad de todos ante la ley, no discriminación y libertad para conducir la propia vida. John Stuart Mill escribió: “Y el gusto de una persona sólo le importa a ella, como su opinión o su bolsa”.