Lo impronunciable

Nadie cree que estén vivos, aunque muchos no lo digan por no perder una bandera política muy redituable y otros, porque manifestarlo sería incurrir en una actitud políticamente incorrecta.

            Se puede poner en duda o negar categóricamente que los cadáveres hayan sido incinerados en el basurero. Se puede cuestionar la veracidad de las confesiones de policías municipales, sicarios y capos, sobre todo si varios de ellos presentaban lesiones causadas posteriormente a su detención y habida cuenta de que en nuestro país la tortura es una práctica que tristemente ha repuntado y de que era urgente esclarecer el monstruoso crimen e informar a la indignada opinión pública que se había ya detenido a los autores y a los partícipes.

            Se puede argumentar, con toda razón y con sustento en innumerables antecedentes, que en nuestro país las procuradurías son, lastimosamente, ineficaces y, en varias ocasiones, en casos de gran impacto social, no se han tocado el corazón para fabricar culpables, el máximo crimen que la infamia puede soportar en la procuración de justicia.

            Se puede decir que el entonces procurador, Jesús Murillo Karam, no debió tener por definitiva la hipótesis que se desprendía de los hallazgos probatorios conocidos hasta el momento en que señaló que esa hipótesis era la verdad histórica (el extitular de la PGR ha sido vapuleado por usar esa expresión, pero es la que se ha enseñado en las facultades de derecho y en los libros de texto de derecho procesal penal, simplemente para indicar cuál es la versión ministerial o judicial de los hechos que se investigan).

            Acaso también se pueda maliciar que los soldados, pudiendo y debiendo hacerlo, no protegieron a los estudiantes y, con su omisión, permitieron que se consumara el crimen masivo.

            Pero, reitero, lo que nadie cree es que las víctimas estén vivas. Dos de ellas fueron ya identificadas por el prestigiosísimo Laboratorio Central de ADN de Austria —que forma parte del Instituto de Medicina Forense de la Universidad Médica de Innsbruck—, el cual ha resuelto ocho mil crímenes en los últimos 17 años.

            Ese laboratorio se especializa en el desarrollo de nuevos métodos y tecnologías de los perfiles genéticos de víctimas. La prueba para el análisis forense de muestras dañadas o degradadas es la de ADN mitocondrial, de la que el laboratorio es pionero en protocolos de investigación y guía en más de 30 instituciones del mundo para la apertura de laboratorios con especialidad en ese examen. Entre otros muchos trabajos relevantes, confirmó que unos restos hallados en los Urales en 2009 eran los del zarévich Alexei y la princesa María, hijos de Nicolás II, el último zar de Rusia.

            De acuerdo: algunas confesiones, o todas ellas, pudieron haberse obtenido mediante tortura; pero no es el caso del mensaje de texto encontrado en el teléfono celular de uno de los sicarios: “Nunca los van a encontrar, jefe”.

            Es comprensible que un padre de familia se aferre —no precisamente que crea—, contra toda probabilidad, a la ilusión de que su hijo aparezca vivo a casi 600 días de aquella noche de pesadilla, de que un milagro le hubiera permitido escapar de los asesinos.

            Pero otra, muy distinta, es la motivación de activistas, grupos nacionales e internacionales y columnistas que han decidido que son impronunciables cualesquiera palabras que vayan en sentido diverso a la proclama de que fue el Estado (federal, claro), sin explicar cuál habría podido ser el móvil o el calculado beneficio de una acción tan demencial, que ha deteriorado descomunalmente la imagen del gobierno.

            Esa misma actitud —por una razón diferente de las anteriores: la corrección política— ha sido la de los servidores públicos que, de una u otra manera, tienen que ver con el asunto. Pero, además de que no es plausible éticamente alimentar una expectativa quimérica en quienes han sufrido uno de los dolores morales más insoportables —perder un hijo—, la impostura pareciera fortalecer la tesis de que a las víctimas se les mantiene cautivas en algún lugar recóndito. Y, por supuesto, la autoría de ese supuesto cautiverio —absurdo, impensable en términos de razonabilidad— le sería atribuida al Estado por quienes han lucrado políticamente con la tragedia.