Ni impunidad ni chivos expiatorios

Al conocer la versión oficial sobre los hechos de Tlatlaya, escribí que “es muy extraño que con tanta frecuencia grupos de delincuentes, al notar la presencia cercana de soldados que no van en busca de ellos, disparen contra la tropa, pues todo el mundo sabe que resulta sumamente improbable, casi imposible, derrotar en un enfrentamiento a tiros a un contingente militar” (Excélsior, 3 de julio de 2014). ¿Es que lo delincuentes atacan inmotivadamente o por motivos ignotos o arranques síquicos incomprensibles a todo grupo con uniformes militares?

A pesar de su dudosa verosimilitud, esa versión se mantuvo inalterada durante alrededor de cien días, pero los indicios y un testimonio inesperado la han hecho insostenible. Se detuvo ya a los militares que participaron en el acontecimiento y a tres de ellos se les está imputando que dispararon injustificadamente contra las víctimas.

No deja de provocar inquietud que la reacción del gobierno federal no se haya dado sino hasta que el escándalo se volvió mayúsculo y México estuvo en el punto de mira de organizaciones humanitarias internacionales. Si no hubiera sido por eso, ¿se habría mantenido la explicación de las autoridades? ¿Se está actuando sólo para apaciguar los ánimos y no con el afán de hacer justicia? Es imprescindible que la Procuraduría General de la República informe con precisión detallada, apegándose con rigor a la verdad, cómo resultaron muertas esas 22 personas, una menor incluida, y que cumpla y haga cumplir la ley.

A ese episodio se agrega el del viernes 26 de septiembre en Iguala, en el que policías municipales dispararon contra estudiantes normalistas que habían tomado autobuses, matando a dos e hiriendo gravemente a varios más. Esta vez, por lo menos, no hubo una declaración que atribuyera los tiros a un enfrentamiento. 22 policías fueron detenidos.

Desde luego, no podemos olvidar la frecuente práctica de los órganos de la acusación mexicanos de fabricar culpables —el peor crimen que la infamia puede soportar—, sobre todo en aquellos casos que provocan gran conmoción. Es de exigirse que, en ambos casos, se consigne exclusivamente a aquellos servidores públicos respecto de los cuales existan pruebas de su probable intervención en los homicidios. México es el paraíso de la impunidad, por lo que la demanda de que crímenes atroces como los aquí referidos no queden sin castigo es absolutamente necesaria, pero si se erigen chivos expiatorios no se estará castigando a los auténticos culpables, por lo que al mal terrible de que los delitos queden impunes se estaría agregando un segundo mal aún más aborrecible: el de la deliberadamente falsa acusación, que daña severamente la vida de inocentes.

Todo acusado tiene derecho a un debido proceso y a defenderse, por graves que sean los delitos que se le atribuyen. Mientras más grave es una acusación, ese derecho adquiere mayor importancia. “Queremos castigo”, pregonan, con toda razón, las organizaciones civiles de derechos humanos. Pero, agreguemos, ese castigo —ineludible si queremos ser una sociedad auténticamente civilizada, que se respete a sí misma— debe alcanzar solamente a los culpables. La acción penal y la posterior sentencia deben basarse exclusivamente en las pruebas existentes, no en la presión del entorno.