El crisol de la verdad

Se conoce como ahogamiento simulado la técnica de interrogatorio que consiste en inmovilizar al interrogado bocarriba sobre una tabla, cubrirle la cara con un paño y verterle agua en la boca y la nariz para generarle la sensación de ahogamiento.

            Esa práctica fue incorporada por la CIA en el programa del ejército de Estados Unidos después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Asimismo, se incluyeron en ese programa los azotes contra las paredes y el encierro en cajas similares a ataúdes. Un informe del Comité de Inteligencia del Senado, publicado en diciembre de 2014, señaló que la utilización de esos procedimientos fue brutal e ineficiente, y que la CIA mintió reiteradamente sobre su utilidad.

            El presidente Barack Obama prohibió ésas y toda otra forma de tortura apenas iniciada su gestión, en 2009. Una enmienda al Manual de Campo del Ejército establece que no pueden infligirse tortura ni tratos crueles, inhumanos o degradantes, tal como lo consagra la prohibición contenida en todos los instrumentos internacionales sobre la materia. El asunto parecía superado. La tortura es inaceptable porque contraría valores fundamentales de nuestro proceso civilizatorio, independientemente de cuál sea su grado de eficacia.

            Pero, como se ha visto desde su primer día en la Presidencia y se vislumbró desde que era candidato, el mandatario Donald Trump parece no tener demasiada simpatía por los derechos humanos ni por otros productos civilizados. Las opiniones de Trump sobre los inmigrantes latinos, los musulmanes, la ecología, la prensa y las mujeres, así como su veto a la entrada al país de ciudadanos de siete países de Oriente Medio y de refugiados sirios, revelan una actitud inadmisible en el Presidente del país más poderoso de la Tierra.

            Su punto de vista sobre la tortura es escandaloso. Trump apoyaría que nuevamente se emplearan los modos de interrogatorio que abolió Obama, aunque aclaró que haría todo “dentro de los límites de lo que está permitido legalmente”. En otras palabras: el flamante Presidente no anuncia que violará la ley sino propugna que ésta se modifique a fin de que se pueda torturar legalmente.

            La tortura, eliminada del universo normativo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, ha pervivido tercamente en el mundo fáctico. Permite obtener la confesión de un inculpado o información para ubicar a presuntos partícipes en un delito, o para prevenir que éste se cometa. Asimismo, constituye un castigo cruel contra un sospechoso que no ha sido condenado por un juez. Durante mucho tiempo se consideró legítima: el cuerpo que sintiese el dolor insoportable diría la verdad o expiaría el crimen cometido. En su magistral Tratado de los delitos y de las penas, publicado por primera vez en 1764, Cesare Beccaria, un aristócrata italiano de 25 años, echó abajo ambas suposiciones.

            El dolor, advirtió Beccaria, no podía ser el crisol de la verdad, como si el juicio de ella residiese en los músculos y las fibras de un miserable. En cuanto a la purgación de la infamia, tal absurdo sólo podía explicarse por ser un uso tomado de las ideas religiosas y espirituales. Desde entonces el mundo civilizado empezó a considerar inaceptable la tortura. No neguemos que en muchos casos ha servido para obtener confesiones o información relevante para el esclarecimiento de un caso criminal. Pero someter a una persona a dolores o sufrimientos extremos es absolutamente incompatible con la dignidad humana.

            No ignoro que en nuestro país se practica la tortura, la cual lamentablemente ha repuntado a partir de la guerra contra el narco. Pero no es defendida públicamente por servidor público alguno, y en algunos casos los presuntos torturadores son enjuiciados. No basta. Distingámonos en todo de Trump. Que ésa sea nuestra venganza a sus agravios. Mucho se ha escrito, ante su ofensiva contra nuestro país, sobre la necesidad de diversificar nuestro comercio exterior y crear aquí oportunidades que desestimulen el éxodo de mexicanos a Estados Unidos. Muy bien. Pero también mostremos al mundo y a nosotros mismos que somos capaces de combatir con eficacia la aberración de la que Trump es partidario: abatamos la tortura.

El sueño constitucional

Un derecho sólo lo es efectivamente cuando su titular cuenta con mecanismos para hacerlo realidad, cuando su exigibilidad está amparada con una sanción para quien, teniendo el deber de concretarlo, no lo hace.

            En el discurso oficial, y aun con cierta frecuencia en el discurso académico, se proclama con orgullo que la Constitución Mexicana de 1917, cuyo centenario ahora estamos celebrando, fue la primera en el mundo en consagrar en su articulado los derechos sociales.

            Ese señalamiento laudatorio tendría que ir acompañado, para ser justo, de la advertencia de que tales derechos, un siglo después de su consagración en nuestra ley de leyes, no han sido disfrutados por una franja muy amplia de la población mexicana.

            Como observa Héctor Aguilar Camín, hemos puesto en la Constitución una colección extraordinaria de derechos de los mexicanos: a la educación, a la salud, a la vivienda, a la alimentación, al trabajo digno y bien remunerado, a sabiendas de que no pueden exigirse, de que no hay sanción por violarlos ni previsión presupuestal o administrativa para cumplirlos.

            “Los derechos de que hablamos —agrega Aguilar Camín— no están puestos en la Constitución porque los legisladores crean que deben cumplirse, sino porque creen que a eso debe aspirar la nación. Partiendo de ese supuesto sería absurdo, en cierta forma suicida, imponer a los gobiernos sanciones por no cumplir las nobles, pero incumplibles normas en que están fundados” (“El espíritu de las leyes mexicanas”, Nexos, febrero de 2017).

            La realidad no siempre nos concede lo que nos ha prometido el sueño. Un catálogo de aspiraciones, anhelos y buenos deseos solamente puede cumplirse si se dan las condiciones para su realización.

            ¿Qué recursos serían indispensables para que el Estado pudiera cumplir con el generoso listado de derechos que estableció el Constituyente de Querétaro, listado que ha ido en aumento constante, gobierno tras gobierno? ¿Cuántos impuestos debería cobrar el Estado para que en el mundo fáctico gozaran de esos derechos los 120 millones de habitantes de la República Mexicana, cantidad ocho veces más grande que los 15 millones que había al promulgarse la Constitución?

            ¿Corresponde sólo al gobierno hacer realidad esos derechos? Parece evidente que ningún gobierno sería capaz de una hazaña tal sin la colaboración de diversos sectores de la sociedad. Vivienda decorosa, trabajo digno y bien remunerado, alimentación nutritiva y suficiente y otros derechos sociales para todas y todos —como suele decirse ahora— no los proporciona sin ese apoyo ningún gobierno del mundo.

            El inolvidable Jorge Carpizo apuntó en relación con el incumplimiento de los derechos sociales: “Estos problemas no se superan de la noche a la mañana, ojalá así fuera, pero no es así, sino que se irán despejando con crecimiento económico, buena administración y un justo reparto de la riqueza generada” (Derechos humanos y ombudsman).

            Uno de los grandes teóricos contemporáneos de los derechos humanos, Norberto Bobbio, explica que la concreción de los derechos sociales requiere de condiciones objetivas que no dependen de la buena voluntad de quienes los proclaman ni de la buena disposición de quienes presiden los medios para protegerlos.

            “Es sabido —dice Bobbio— que el tremendo problema que enfrentan hoy los países en vías de desarrollo es el de encontrarse en condiciones económicas tales que, a pesar de los programas ideales, no permiten desarrollar la protección de la mayor parte de los derechos sociales… El problema de su ejercicio no es un problema filosófico ni moral. Pero tampoco es un problema jurídico. Es un problema cuya solución depende de un determinado desarrollo de la sociedad y como tal desafía incluso a la Constitución más avanzada y pone en crisis incluso al más perfecto mecanismo de garantía jurídica” (“Presente y porvenir de los derechos humanos”, en El tiempo de los derechos).

            No es la intención de estas líneas —líbrenme los dioses— amargar la celebración de los 100 años de la Constitución. Sencillamente advierto, basado en el principio de realidad, que del dicho constitucional al hecho hay mucho trecho.

Solidaridad en la UNAM

En un artículo publicado en La Jornada (13 de febrero), John Ackerman censura que el doctor Enrique Graue y el doctor Pedro Salazar, respectivamente rector y director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, hayan comprometido a la máxima casa de estudios como convocantes a la marcha de Vibra México, “sin haber realizado la más mínima consulta a la comunidad universitaria”.

       Ackerman asevera que es claro que el objetivo político de la convocatoria fue “respaldar al mal gobierno de Peña Nieto y deslindar a Luis Videgaray de cualquier responsabilidad por su complicidad directa con Trump”. Señala que al caer en “este evidente juego de la derecha, Graue ha puesto en riesgo tanto la autonomía como la unidad interna” de la UNAM, y le reprocha que no haya salido a la calle para apoyar otras movilizaciones, entre las cuales menciona las de los maestros de la CNTE. Con su “acción sesgada”, sentencia, se ha “dejado descobijada a una gran porción, probablemente mayoritaria, de la comunidad universitaria que no comulga con ideologías neoliberales de derecha”.

       Nada tan fácil, y tan falaz, como atacar a quien no piensa como uno atribuyéndole, sin pruebas ni argumentos, intenciones ocultas e inconfesables. Es lo que hace Ackerman. ¿De dónde saca que la marcha de Vibra México tuvo como propósito respaldar al gobierno y deslindar a Luis Videgaray de responsabilidad? No hubo en la manifestación una sola manta que manifestara ese respaldo o ese deslinde. ¿Se puso en riesgo la autonomía universitaria? Es decir, ¿la marcha generó peligro de que la UNAM quede sometida a designios ajenos? Ackerman no ofrece argumento ni indicio alguno al respecto.

       ¿Evidente juego de la derecha? Basta leer la lista de convocantes para percatarse de que éstos son de muy diversas posiciones políticas. ¿Se dejó “descobijada” a una gran porción de la comunidad universitaria que no “comulga” con “ideologías neoliberales de derecha”? Esa porción está en completa libertad, como cualquier otra y el propio Ackerman, de organizar y participar en todo foro en el que se expresen las ideas que se quiera. Además, es indefendible el anatema de que la marcha fue inspirada por tales malignas ideologías. Finalmente, ¿de verdad Ackerman cree que el rector y el director del Jurídicas debieran participar en las marchas de la CNTE en las que se exige, entre otras cosas, que los profesores no sean evaluados y se cometen actos de violencia?

       El doctor Graue no se ha limitado a participar en una marcha. Anunció las medidas que está tomando y tomará la UNAM para apoyar a los estudiantes que pudieran ser deportados. Envió ya una carta a las 39 universidades estadunidenses con las que se tienen convenios pidiéndoles que, en caso de que los estudiantes mexicanos se vean en dificultades para continuar sus estudios, hagan contacto con la UNAM a fin de que sean recibidos y continúen estudiando. Se propondrán al Consejo Universitario mecanismos para evitar trámites excesivos o difíciles de cumplir para la incorporación de los estudiantes a los correspondientes niveles educativos.

       Se invitará a todas las universidades autónomas de la República Mexicana a que se sumen a las medidas con el propósito de que entre todas se genere la oferta educativa para la reintegración de esos estudiantes. El Programa de Apoyo de los Mexicanos en el Extranjero convocó para el 24 de este mes a todas las sedes de la UNAM en Estados Unidos —Los Ángeles, Tucson, San Antonio, Chicago y Seattle— a una reunión en Seattle para acordar y articular las medidas necesarias. Se ha instaurado la distinción “Alfonso García Robles” —nombre de nuestro Premio Nobel de la Paz—, que se otorgará a los alcaldes, gobernadores, agrupaciones e instituciones de educación superior que se opongan a la xenofobia e intolerancia del actual gobierno estadunidense y actúen a favor de los derechos humanos de nuestros connacionales.

       “La Universidad no puede quedar al margen del actual conflicto”, dijo el doctor Graue. Y con las medidas que está tomando y las que ha anunciado, no está quedando al margen: está cumpliendo tareas de solidaridad con nuestros connacionales de las que como universitario me siento orgulloso.

Odio en la red

Las redes sociales han sido un vehículo extraordinario de proyección pública, el cual con frecuencia ha sido utilizado perversamente, por ejemplo, con expresiones de odio.

            El contrato del sueco PewDiePie, con 53 millones de seguidores (¡53 millones!) e ingresos anuales superiores a 14 millones de euros gracias al acuerdo con Disney y Google, ha sido cancelado por los mensajes nazis y antisemitas aparecidos en varios videos. En uno de ellos, dos indios sonrientes (remunerado cada uno con cinco euros) sostienen un cartel que dice: “Muerte a los judíos”. En otro se asegura: “Hitler no hizo nada mal”. The Wall Street Journal reveló que al menos nueve de los videos de PewDiePie son propaganda nazi.

            Nestlé rescindió el contrato firmado con el youtuber español JPelirrojo cuando éste publicó a propósito de la cornada letal del torero Víctor Barrio: “Me alegra porque es gracias a su muerte que termina la tortura hacia un animal que nunca quiso violencia”.

            Otro youtuber, Reset, chino residente en España, grabó y subió a la red la escena en la que le daba de comer a un mendigo una galleta que él mismo había rellenado con pasta de dientes. La fiscalía ha iniciado un procedimiento en su contra.

            Un funcionario del sector de telesecundarias de la Secretaría de Educación de Puebla, Carlos Vega Monroy, se quejó en redes sociales de que los Voladores de Papantla tengan servicio médico y publicó un mensaje que dice: “Hagamos patria y exterminémoslos; ellos sólo viven de nuestros impuestos sin aportar nada; son unos chupasangre”. Al lado del texto, una foto de los Voladores y ¡el símbolo nazi! ¿No es increíble que siete décadas después de la caída de Hitler, y conociéndose las atrocidades de su gobierno, todavía hoy existan en nuestro país admiradores de su régimen?

            Este último asunto es tan grotesco que probablemente los lectores piensen que no vale la pena dedicarle un solo minuto de atención. El autor del mensaje ha sido cesado y su llamado no podría ser interpretado como una real incitación al crimen, sino como la ocurrencia de una mente pobre y obnubilada. Pero se trata de un servidor público de la institución que tiene como tarea impartir educación secundaria, cuyos destinatarios son muchachos que se encuentran en una etapa decisiva de formación intelectual y emocional.

            Algunas de las más importantes compañías de internet —Facebook, Twitter, YouTube y Microsoft— han firmado un código de conducta propuesto por la Unión Europea con la finalidad de erradicar mensajes de discriminación, violencia y odio en redes sociales. Las empresas se comprometen a revisar y bloquear todo contenido que incite a la violencia en un plazo de 24 horas después de haber recibido la notificación al respecto.

            El compromiso es de alta relevancia porque las redes sociales son un instrumento utilizado por grupos terroristas —principalmente por el Estado Islámico— para radicalizar a los jóvenes, sobre todo desde los terribles ataques en París y Bruselas.

            No falta quien objete que ese código es una transgresión a la libertad de expresión y a la neutralidad de la red. La objeción es infundada. Ninguna libertad es ilimitada. La libertad de expresión ampara la difusión de hechos y de opiniones, por más incómoda que pueda resultar para personas, grupos o autoridades. La incitación al odio, la inducción a actos violentos y la apología de la violencia no dan cuenta de sucesos ni constituyen meros puntos de vista: son expresiones que ponen en peligro bienes jurídicamente protegidos, y eso las hace inaceptables.

            La actitud tolerante supone el deber de convivir con modos de vida y conductas que no nos parecen plausibles. Pero la tolerancia también tiene un límite: no se puede tolerar la intolerancia, y tanto los mensajes de odio como las arengas a la agresión y el elogio de ésta son procederes intolerantes, incompatibles con las condiciones que posibilitan la convivencia civilizada.

            El odio no se puede prohibir: es un sentimiento íntimo no susceptible de regulación coactiva. Pero quienes odien o aborrezcan a otros simplemente por ser distintos a ellos deben empacharse de su aversión morbosa en la soledad amarga: no tienen derecho al intento de contagio de su miserable veneno.