Dejaron sus hogares, sus ocupaciones, la telenovela cotidiana. Acudieron al llamado de las redes sociales. Había que darle un escarmiento al ruso que en esas mismas redes hacía mofa y escarnio de los mexicanos —en especial de los nativos de Cancún, donde vivía— y manifestaba su afición por la violencia y su aberrante ideología nazi.
Algunos llevaron a sus niños y en el sitio de la concentración, frente a la casa del ruso, los cargaron en brazos para que pudieran presenciar lo que iba a ocurrir. Asistieron mujeres y hombres de diferentes edades, muchas decenas, quizá un centenar o aún más.
Una versión señala que una patrulla que se encontraba en el lugar se retiró cuando empezó a congregarse la gente, con lo cual la misión a la que se convocaba podía cumplirse con toda tranquilidad, sin estorbo alguno, sin obstáculos.
A gritos se invitaba a los reunidos a romperle la madre al ruso, a degollarlo, a no dejarlo escapar. El infeliz se había atrevido a expresarse reiteradamente con desprecio de los habitantes de la ciudad y del país. Ese agravio no podía quedar sin venganza.
Como el público de un partido de futbol en el que estuviera jugando la Selección Mexicana, la multitud coreaba: “¡México, México, México!”, para dejar en claro que actuaba en defensa del honor de la patria, en defensa del respeto que merecen los mexicanos.
“¡Traigan gasolina! ¡Vamos a quemar la casa!”, se escucha la arenga salir de la turba. “¡Cuidado! ¡Tiene armas!”, se oye una voz de alerta. Se repiten las voces de que no hay que permitir que escape el pinche ruso hijo de su puta madre. En los rostros de los congregados no se observa angustia ante lo que pueda suceder. No se escucha un solo grito que llame a la prudencia, que invite a retirarse o a dirigirse a alguna autoridad.
La imagen parece congelada. La gente frente a la casa no tiene prisa. Nadie quiere dejar de ser partícipe, o al menos testigo, de lo que va a pasar. Es un momento dramático y, sobre todo, extraño como una pesadilla: ¿unos insultos fueron suficientes para detonar lo que ahora está ocurriendo, una masa de habitantes, mexicanos al grito de guerra, que están allí sin que ningún clic de conciencia parezca capaz de disuadirlos?
Los asaltantes han abierto a palos y machetazos un boquete por el que se puede ingresar a la casa. Un grupo entra por el ruso. Éste los recibe blandiendo un cuchillo con el que lesiona letalmente a uno de los invasores.
Los ánimos se encienden aún más. “¡La verga! ¡Ya te cargó la verga, hijo de tu puta madre! ¡Vamos a decapitarlo! ¡A quemarlo!” son los gritos bélicos que inducen al asalto final. Se ondean banderas de México.
El ruso intenta escapar por el tejado de una casa vecina. Recibe una lluvia de pedradas que lo hace caer. Está malherido. La turba parece excitarse con ese éxito parcial. Quizá, alguno pensó en ese momento que las armas nacionales —en este caso, palos y machetes— estaban a punto de volver a cubrirse de gloria.
El ruso es apaleado. Recibe palos en la cabeza, en los brazos, en la espalda. Está bañado en sangre. Varios teléfonos móviles están grabando lo que sucede. Los gritos de vuelven aullidos: “¡Mátenlo, mátenlo! ¡Láncenlo al suelo!” El episodio dura una eternidad.
El ruso ha resistido tantos golpes que hace recordar la resistencia de Rasputín. Pero, finalmente, ha quedado tirado en un charco de sangre. Hasta entonces llega —¿vuelve?— la policía, que evita que Aleksei Viktorovich Makeev sea rematado hasta la muerte.
Makeev había estado internado en su país en un hospital siquiátrico. Ahora, se encuentra preso en Chetumal, no obstante, que parece claro que las cuchilladas que asestó a uno de los atacantes fueron inferidas en legítima defensa.
Todo linchamiento es un acto de barbarie. Se puede comprender —lo que es distinto a justificar— los que se ejecutan, por ejemplo, contra el asesino despiadado, el violador de una niña, el secuestrador que mutila a sus víctimas. Nada similar precedió este. Los justicieros decidieron que ese hombre no merecía habitar la tierra. Por castigar a un orate de quien no se sabe que haya matado, violado, secuestrado o mutilado a nadie, se hicieron criminales de la peor calaña. Eso sí, con espíritu nacionalista.