(fragmento)
Miguel Ángel Civeira González[2]
Los buenos ganan. Los malos pierden. Tarde o temprano, pero al final cada quien cosecha lo que siembra, cada quien obtiene lo que merece. Diferentes doctrinas sostienen esta idea. Por ejemplo, el Karma nos dice que recibimos lo que merecemos según nuestra conducta hacia los demás, mientras que la Ley de la Atracción asegura que modificamos la realidad con nuestro pensamiento, para bien o para mal. Paulo Coelho, por su parte, asegura que cuando deseas algo de verdad el universo entero conspira para que lo obtengas. O, como dicen las abuelitas, Dios castiga sin piedras ni palos. Muchas religiones prometen recompensas y castigos, pero en la otra vida. Como sea, el punto es éste: lo bueno y lo malo que te pase depende totalmente de ti.
O por lo menos así quisiéramos que fuera el mundo. Pero ¿lo es? Noup, no lo es. Sucede que estamos afectados por un sesgo cognitivo, una falla psicológica común a todos los seres humanos, que se denomina falacia del mundo justo (aquí, aquí y aquí). Nos gusta pensar que la vida es esencialmente justa y que lo que sucede a las demás personas es precisamente lo que merecen. ¿Por qué? Porque es un pensamiento muy reconfortante.
Cuando vemos que a alguien le va mal, dictaminar que seguro lo merecía porque “algo hizo”, “lo provocó” o “lo andaba buscando”, nos da una sensación de seguridad: si nosotros hacemos lo correcto, no nos va a pasar aquello. Además, nos permite contemplar nuestra propia buena fortuna y pensar que nos la hemos ganado: si estamos bien, es porque somos más buenos, más esforzados o más listos que los demás. Finalmente, en un mundo en el que hay tanta violencia y prevaricación, tanto abuso y malevolencia, nos da la esperanza de que algún día, en esta vida o en la otra, el mal será castigado y el bien será recompensado.
Tomemos el caso del karma, por ejemplo. A lo largo de una vida los seres humanos haremos cosas buenas y malas y nos sucederán cosas buenas y malas. Una buena parte de lo que nos sucede será consecuencia directa o indirecta de nuestras acciones, pero otra buena parte será resultado del azar. Si somos de los que creen en el Karma, además de la falacia del mundo justo, otros sesgos inherentes a nuestras psiques nos harán reafirmar esta creencia. Nuestra propensión a ver patrones en todas partes, incluso donde no los hay, nos hará pensar que lo bueno que pasa es consecuencia de lo bueno que hacemos, aunque no haya una conexión directa entre dos sucesos o estén muy separados por el tiempo. Por ejemplo, ayudar a una persona necesitada y semanas más tarde encontrar un billete de 500 pesotes en la calle no están relacionados de manera alguna. Nuestro sesgo de confirmación y nuestro afán por generalizar nuestra propia experiencia y creer que es ley universal nos llevarán a hacer énfasis en las veces que la vida pareció hacer justicia, e ignorar las muchísimas veces en las que simplemente no pasa nada.
Esto no niega que existan causas y consecuencias, o que tomar buenas decisiones por lo general tenga buenos resultados. Si pongo la mano en el fuego, me quemo. Si tenemos buenos hábitos es más probable que tengamos una buena salud y una vida larga. Pero aún así es posible que intervenga el azar. Puede suceder que algo ajeno a nuestra voluntad arruine nuestros planes: quizá heredamos malos genes o seremos víctimas de un accidente. Y a final de cuentas, el mismo azar puede hacer que una persona que no se cuidó tanto termine viviendo más y mejor que nosotros. Lo que quiero decir que mucho en la vida es completamente aleatorio y no depende de nuestros méritos o nuestras culpas.
Además tendemos a confundir la prudencia con la ética. Las acciones imprudentes (manejar después de haber bebido alcohol, fastidiar a un perro, comer comida chatarra, andar por barrios peligrosos) pueden tener consecuencias negativas, y las acciones prudentes tienden a evitarlas. Pero eso no quiere decir que una persona merezca, en un sentido ético, que algo malo le pase por haber cometido un error o tomado una decisión equivocada. Por ejemplo, una persona puede olvidar poner seguro a su auto, y más tarde encontrar que le han robado todo lo que llevaba dentro. Sí, una cosa es consecuencia de la otra, ¿pero podríamos decir que merecía perder sus bienes?
La justicia es un concepto ético y la ética es una creación enteramente humana. Existe de forma exclusiva en la mente humana y en las relaciones entre seres humanos. No existe por sí misma en la naturaleza, la vida o el universo, sino que depende por completo de lo que nosotros consideramos justo, según nuestras inclinaciones naturales, moldeadas por las culturas en las que fuimos criados.[3]
Las causas y consecuencias a las que hemos aludido se dan en las esferas de lo físico (como el socorrido ejemplo de la pelota que rebota en la pared) o de lo biológico (como la relación entre hábitos y salud). Pueden darse también la esfera de lo social y psicológico, que es donde existe la ética. Si tratamos mal a una persona, ésta o sus seres queridos, o incluso alguien externo, podría querer castigarnos por ello. Si somos percibidos como personas deshonestas, podríamos recibir rechazo social por parte de nuestra comunidad. Pero también puede ser que la víctima de una injusticia no tenga la fuerza para defenderse ni tenga quien la socorra, y que su victimario quede impune de por vida. Y puede ser que el patán deshonesto cuente con la admiración y respaldo de la comunidad, que lo encumbre en vez de segregarlo. La justicia depende completamente de que los seres humanos tengan el conocimiento, la voluntad y la facultad para ejercerla.
Por ello resulta absurdo esperar que algo que algo ajeno a la voluntad humana imparta recompensas y castigos; que alguna fuerza cósmica se encargue de provocarle una enfermedad a una persona malvada, o de hacer funcionar el automóvil de una buena persona.
Es difícil refutar las creencias en la justicia intrínseca del mundo. Podemos señalar a los miles que sufren o han sufrido horrores inexplicables (como las víctimas de un desastre natural o de una dictadura genocida). Podemos señalar a los tiranos y criminales que murieron encumbrados en el poder, tranquilos en sus camas, sin pagar ni un poquito por sus actos malvados. Podemos enfatizar una y otra vez que, contrario a lo que dicen los esotéricos, la física cuántica no dice que la realidad pueda cambiarse con el pensamiento; que las ideas no son energía que como microondas se extienden hacia afuera del cráneo y alteran el entorno material; en fin, que no existe ningún mecanismo detectable por el cual los pensamientos o los deseos puedan tener efecto en el mundo físico.
Pero sus defensores siempre salen con explicaciones ad hoc, justificaciones convenientes que por su misma naturaleza no pueden ponerse a prueba: quizá es que una persona no deseó con suficiente fuerza sus objetivos o se concentró más en su miedo a no lograrlos y por eso le fue mal; a lo mejor el tirano pagará sus crímenes en la otra vida; no sabemos si las víctimas del Holocausto habían sido personas malvadas en la vida anterior… Y así y así.
El problema con la creencia en que el mundo es justo no es sólo que es falsa e insostenible, sino que es muy peligrosa. Primero, porque al dejar la tarea de hacer justicia al karma, al universo o a los dioses del inframundo, renunciamos a corregir las injusticias de este mundo. De hecho, muchas de estas creencias surgieron precisamente para justificar regímenes injustos. El Karma, que muchos occidentales despistados consideran el colmo de lo espiritual, nació en la India como justificación de un atroz sistema de castas: naciste en una casta inferior porque fuiste malo en tu vida anterior, pero si eres bueno ahora, en la siguiente podrás tener una mejor vida. En las monarquías absolutistas se decía que era voluntad de Dios que el rey tuviera todo el poder y que el siervo fuera pobre, y que si el rey era impío Dios lo juzgaría después de la muerte, pero que el siervo no tenía derecho a rebelarse contra él.
Segundo, porque adormece una de las cualidades más humanas que tenemos: la capacidad de sentir empatía. Si al ver a una persona en desgracia pensamos “algo habrá hecho para merecerlo”, renunciamos a sentir empatía por ella. Ésta es la idea detrás de “la violaron porque provocó” o “los mataron porque andaban de revoltosos”. Incluso se extiende hacia los problemas de salud, con esa gente que dice cosas como que el cáncer le da quienes no expresan bien sus emociones: hasta los pacientes de las más terribles enfermedades son los únicos responsables de lo que les pasa. El mecanismo psicológico nos protege de la ansiedad al hacernos pensar que no nos pasará lo mismo porque nosotros sí hacemos lo que es se debe y evitamos lo que no. Pero esta reconfortante idea nos hace evadirnos de nuestra responsabilidad moral hacia quienes necesitan ayuda y terminamos culpándolos de sus propias desgracias.
El universo no es justo. Tampoco es injusto. El universo es vasto, frío e indiferente. Pero los seres humanos podemos ser justos, podemos trabajar por la justicia, podemos combatir la injusticia. El hecho de que gran parte de lo que sucede depende del azar y fuerzas ajenas a nuestra voluntad tampoco es razón para dejar de intentarlo. Cuando renunciamos a ello, somos nosotros quienes se vuelven fríos e indiferentes…
[1] Tomado de: https://polis.mx/la-falacia-del-mundo-justo-4af4097e22eb
[2] Escritor y profesor yucateco (1984).
[3] Hemos visto, por ejemplo, que otros monos se indignan cuando a sus congéneres se les da una mayor recompensa por un mismo trabajo. Así que parece ser que naturalmente tenemos una inclinación a considerar la equidad como algo justo. Las concepciones de lo bueno y lo malo varían vastamente de una cultura a otra, pero en todas se observa el principio de que las buenas acciones merecen recompensa y las malas merecen un castigo, y que el no hacerlo constituye en sí una injusticia.