Universidad Nacional Autónoma de México
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La represión penal penal de la libertad de expresión en Venezuela  
 
Luis de la Barreda Solórzano

 

La libertad de expresión en el marco jurídico interamericano


El artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos consagra la libertad de pensamiento y de expresión, en virtud de la cual toda persona tiene derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole por cualquier medio.
Las restricciones al ejercicio de este derecho deben fijarse expresamente en la ley y ser las necesarias para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, y la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
            La libertad de expresión cumple una triple función en el sistema democrático: a) refleja la virtud que acompaña y caracteriza a los seres humanos de pensar el mundo desde nuestra propia perspectiva y comunicarnos con los otros para construir, a través de un proceso deliberativo, el modelo de vida que cada uno quiere adoptar y el modelo de sociedad en que cada uno quiere vivir; b) fortalece el funcionamiento de sistemas democráticos plurales y deliberativos mediante la protección y el fomento de la libre circulación de información, ideas y expresiones de toda índole, por lo que resulta componente fundamental del ejercicio de la democracia, y c) es una herramienta clave para el ejercicio de los demás derechos fundamentales. La preservación de la libertad de expresión es, por tanto, condición necesaria para el funcionamiento pacífico y libre de las sociedades democráticas.

La libertad de expresión abarca: el derecho a expresar oralmente o por escrito los pensamientos, ideas, información u opiniones; el derecho a comunicar esas expresiones por los medios que se elijan al mayor número posible de destinatarios; el derecho a la expresión artística o simbólica, a su difusión y al acceso al arte en todas sus formas; el derecho a buscar, recibir y acceder a expresiones, ideas, opiniones e información de toda índole; el derecho a tener acceso a la información sobre sí mismo contenida en bases de datos o registros públicos o privados, y el derecho a poseer información escrita o en cualquier otro medio, a transportar dicha información y a distribuirla.

Véase Marco jurídico interamericano sobre el derecho a la libertad de expresión, Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2010, páginas 2 a 4.

Discursos especialmente protegidos


El pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática, requieren que la libertad de expresión se respete no sólo en cuanto a la difusión de ideas e informaciones favorables al Estado o a funcionarios u otros personajes públicos o a determinados sectores de la sociedad, sino también de aquellas que puedan resultar ingratas o perturbadoras.
Aunque todas las formas de expresión están protegidas por el artículo 13 de la Convención Americana, algunas reciben protección especial por su importancia para el ejercicio de los demás derechos humanos o para la consolidación, funcionamiento y preservación de la democracia.
En la jurisprudencia interamericana los modos de discurso especialmente protegidos son: a) el discurso político y sobre asuntos de interés público; b) el discurso sobre funcionarios públicos en ejercicio de sus funciones y sobre candidatos a ocupar cargos públicos, y c) el discurso que configura un elemento de identidad o de la dignidad personales de quien se expresa. Para el asunto que nos ocupa importan los dos primeros.
En un sistema democrático y plural, las acciones y omisiones del Estado y sus funcionarios deben estar sujetas a escrutinio riguroso y libre, sin amenazas, no sólo por sus órganos internos de control sino también por todos y cada uno de los gobernados.
La jurisprudencia interamericana ha señalado que en el debate sobre asuntos de interés público se protegen tanto las expresiones inofensivas como aquellas que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios públicos, a los candidatos a ejercer cargos públicos o a un sector cualquiera de la sociedad.
En consecuencia, las expresiones, informaciones y opiniones sobre asuntos de interés público, sobre el Estado, sus instituciones y sus funcionarios, gozan de mayor protección bajo la Convención Americana, lo cual obliga al Estado a abstenerse con mayor rigor de establecer limitaciones a estas formas de expresión, y supone que las entidades estatales y los funcionarios públicos, así como los candidatos a serlo, en razón de la naturaleza pública de las funciones que cumplen, deben tener mayor tolerancia ante los señalamientos adversos y la crítica. En particular, la jurisprudencia interamericana ha establecido que se encuentran especialmente protegidas las denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado.
Ese distinto umbral de protección jurídica expone en mayor grado a los funcionarios públicos y a los aspirantes a serlo a la valoración crítica de los gobernados, lo cual se justifica por el carácter de interés público de las funciones que realizan.

Desde luego, los funcionarios públicos y los aspirantes a serlo deben ser jurídicamente protegidos en cuanto a su reputación; pero esa protección debe ser consecuente con los principios democráticos y darse a través de mecanismos que no tengan potencialidad inhibitoria o de autocensura.

Marco jurídico interamericano sobre el derecho a la libertad de expresión, página 12.

Condiciones para limitar la libertad de expresión


La jurisprudencia interamericana ha interpretado que el artículo 13.2 de la Convención Americana exige las siguientes condiciones para que sea admisible limitar la libertad de expresión:
Las limitaciones deben estar definidas con claridad y precisión en la ley. Las leyes que las impongan deben estar redactadas de manera clara y precisa, ya que el marco legal debe proveer seguridad jurídica a los ciudadanos. Las normas vagas, ambiguas, amplias o abiertas, por su sola existencia son potencialmente disuasivas de la emisión de informaciones y opiniones, pues pueden causar temor a las sanciones y dar lugar a interpretaciones judiciales amplias que restrinjan indebidamente la libertad de expresión. El legislador debe usar términos estrictos y unívocos que acoten claramente las conductas punibles, lo cual implica la precisión de la conducta prohibida, la fijación de sus elementos y el deslinde de comportamientos no punibles o sancionables con medidas no penales.
Las limitaciones deben estar orientadas al logro de los objetivos imperiosos autorizados taxativamente por la Convención Americana, a saber: la protección de los derechos o la reputación de los demás, la protección de la seguridad nacional, del orden público, o de la salud o moral públicas.
Las limitaciones deben ser las necesarias e idóneas en una sociedad democrática para el logro de los fines imperiosos que se buscan, y estrictamente proporcionada a la finalidad perseguida. La jurisprudencia interamericana ha considerado que el abuso de la libertad de expresión que cause perjuicio a los derechos ajenos amerita las medidas menos restrictivas de la libertad de expresión para reparar dicho perjuicio.
En cuanto a las sanciones penales, la Corte Interamericana de Derechos Humanos han considerado que la protección de la honra o reputación de funcionarios públicos, políticos o personas vinculadas a la formación de las políticas públicas mediante normas penales resulta desproporcionada e innecesaria en una sociedad democrática.
            En los casos de conflicto entre el derecho a la honra o la reputación de funcionarios públicos y el derecho a la libertad de expresión, la ponderación debe partir en principio de la prevalencia de la libertad de expresión, en virtud del interés que revisten el debate sobre asuntos públicos y el escrutinio del proceder de los gobernantes por parte de los gobernados, ambos indispensables en los sistemas democráticos.
            La Corte Interamericana entiende que la protección al honor de manera diferenciada “se explica porque el funcionario público se expone voluntariamente al escrutinio de la sociedad, lo que lo lleva a sufrir afectaciones a su honor, así como también por la posibilidad, asociada a su condición, de tener una mayor influencia social y facilidad de acceso a los medios de comunicación para dar explicaciones o responder sobre hechos que lo involucren”.
Los requisitos que, de acuerdo con el artículo 13.2 de la Convención Americana, deben satisfacerse para limitar el derecho a la libertad de expresión, han sido explicados por la jurisprudencia interamericana: en primer lugar, es necesario que los derechos que se pretende proteger se encuentren claramente lesionados o amenazados; en segundo lugar, debe existir una norma jurídica clara y precisa que delimite con claridad y precisión la conducta prohibida y la responsabilidad ulterior, y en tercer lugar, se debe probar la absoluta necesidad de la imposición de responsabilidades.
El recurso a la imposición de responsabilidades debe dar estricto cumplimiento a los siguientes requisitos: a) debe demostrarse que quien se expresó abusivamente lo hizo con dolo de causar daño y con conocimiento de que se estaba difundiendo información falsa  o con evidente desprecio a la verdad de los hechos; b) quien alega que se causó un daño debe soportar la carga de la prueba de demostrar que las expresiones abusivas son falsas y causaron efectivamente el daño alegado, y c) nadie puede ser condenado por una opinión cuando ésta no apareja la falsa imputación de hechos verificables.
La Corte Interamericana ha considerado innecesaria la constatación de la veracidad de las afirmaciones formuladas para desestimar la imposición de sanciones. Basta con que existan razones suficientes para justificar la formulación de tales afirmaciones, siempre que sean de interés público. Por ende, incluso si los hechos que se afirman no pueden ser demostrados en un proceso judicial, quien realizó las afirmaciones correspondientes estará protegido siempre y cuando no hubiera tenido conocimiento de la falsedad de lo que afirmaba o no hubiera actuado con absoluto desprecio por la verdad.
De acuerdo con la Declaración Conjunta de 2000 de los relatores para la libertad de expresión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), las responsabilidades jurídicas personales a las que debe acudirse, cuando el derecho de respuesta haya sido insuficiente para reparar el daño, son en principio los mecanismos de la responsabilidad civil. Ahora bien, las sanciones civiles susceptibles de imponerse “no deben ser de tales proporciones que susciten un efecto inhibitorio sobre la libertad de expresión, y deben ser diseñadas de modo de restablecer la reputación dañada, y no de indemnizar al demandante o castigar al demandado; en especial, las sanciones pecuniarias deben ser estrictamente proporcionales a los daños reales causados, y la ley debe dar prioridad a la utilización de una gama de reparaciones no pecuniarias”. Al respecto, la Corte Interamericana ha advertido que el temor a “una reparación civil sumamente elevada puede ser a todas luces tan o más intimidante e inhibidor para el ejercicio de la libertad de expresión que una sanción penal, en tanto tiene la potencialidad de comprometer la vida personal y familiar de quien denuncia a un funcionario público, con el resultado evidente y disvalioso de autocensura, tanto para el afectado como para otros potenciales críticos de la actuación de un servidor público”.
En todos los casos de que ha conocido, la Corte Interamericana ha considerado que la protección de la honra o reputación de funcionarios públicos o candidatos a ejercer funciones públicas mediante el procesamiento o condena penal de quien se expresa —a través de los tipos penales de calumnia, injuria, difamación o desacato— resultaba desproporcionada e innecesaria en una sociedad democrática.
El principio 10 de la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión no deja lugar a dudas: “La protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público”.
La Corte Interamericana ha admitido la posibilidad de alguna medida penal a propósito de la expresión de informaciones u opiniones, pero ha advertido que “esta posibilidad se debe analizar con especial cautela, ponderando al respecto la extrema gravedad de la conducta desplegada por el emisor de aquellas, el dolo con que actuó, las características del daño injustamente causado y otros datos que pongan de manifiesto la absoluta necesidad de utilizar, en forma verdaderamente excepcional, medidas penales”.

Interpretando estas consideraciones en forma armónica con la jurisprudencia precedente de la Corte Interamericana, es razonable concluir que el recurso a mecanismos penales, admisible en ciertos casos de extrema gravedad en los que los que el ofendido sea un particular, es inaplicable frente a  discursos especialmente protegidos que pueden ofender la honra o el buen nombre de funcionarios públicos, candidatos a ocupar cargos públicos, o personas directamente relacionadas con asuntos de interés público. Limitar el debate a través del derecho penal tiene efectos tan graves para el control democrático que tal opción no cumple con los requisitos de extrema y absoluta necesidad.

Marco interamericano sobre el derecho a la libertad de expresión, página 28.

Caso Tristán Donoso vs. Panamá, sentencia de 27 de enero de 2009, párrafo 122.

Declaración Conjunta de 2000 de los relatores para la libertad de expresión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE).

Caso Tristán Donoso contra panamá, sentencia de 27 de enero de 2009, párrafo 129.

Caso Kimel vs. Argentina, sentencia de 2 de mayo de 2008, párrafo 78.

Incompatibilidad entre las leyes de desacato y la Convención Americana


La Corte Interamericana ha declarado que las llamadas leyes de desacato contrarían la libertad de expresión protegida por el artículo 13 de la Convención Americana. Las denominadas leyes de desacato, como quiera que se llamen o clasifiquen en los ordenamientos internos, son definidas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como una clase de legislación que penaliza la expresión que ofende, insulta o amenaza a un funcionario público en el desempeño de sus funciones oficiales.
            Tales leyes son justificadas por los Estados donde existen con dos razones: en primer lugar, al proteger a los funcionarios públicos contra la expresión ofensiva y/o crítica, éstos quedan en libertad de desempeñar sus funciones, y, por tanto, se permite que el gobierno funcione armónicamente; en segundo lugar, protegen el orden público porque la crítica de los funcionarios públicos puede tener un efecto desestabilizador para el gobierno nacional, dado que se refleja no sólo en el individuo criticado sino en el cargo que ocupa y en la administración a la que presta servicios.
            La CIDH estima que tales justificaciones no encuentran sustento en la Convención Americana. La aplicación de las leyes de desacato para proteger el honor de los funcionarios públicos les otorga a éstos injustificadamente un derecho a la protección del que no disfrutan los gobernados. Esta distinción invierte directamente el principio fundamental de un sistema democrático que hace al gobierno objeto de controles, entre ellos el escrutinio de la ciudadanía, para prevenir o controlar el abuso de su poder coactivo. “Si se considera que los funcionarios públicos que actúan en carácter oficial son, a todos los efectos, el gobierno, es entonces precisamente el derecho de los individuos y de la ciudadanía criticar y escrutar las acciones y actitudes de esos funcionarios en lo que atañe a la función pública”.
            El derecho a la libertad de expresión faculta a los individuos a participar en debates sobre todos los aspectos de interés social. Ese tipo de debates genera necesariamente ciertos discursos críticos y ofensivos para los funcionarios públicos o quienes se vinculan a la formulación de la política pública.
Una ley que ataque el discurso que formula críticas a la administración pública afecta la esencia misma de la libertad de expresión. Dicha limitación puede afectar no sólo a quienes se silencia directamente, sino también al conjunto de la sociedad.
            El principio 11 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión establece que “… los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como ‘leyes de desacato’ atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información”.
Las leyes de desacato se basan en una noción errónea sobre la preservación del orden público, que es incompatible con los regímenes democráticos: pretenden preservarlo limitando un derecho humano fundamental.
Las leyes de desacato son innecesarias porque los ataques abusivos contra la reputación y la honra de funcionarios públicos pueden ser contrarrestados con otras acciones, teniendo en cuenta el carácter dominante del gobierno en la sociedad y particularmente su acceso privilegiado a los medios de difusión.
Toda expresión abusiva que no se relacione con el cargo del funcionario puede estar sujeta, como ocurre con los particulares ofendidos, a acciones civiles contra el ofensor. Pero la prohibición legal a la crítica contra el funcionario público como tal no satisface los requisitos del artículo 13.2 porque se está prohibiendo una manifestación de escrutinio a la administración pública.
Las leyes de desacato constituyen una restricción adicional a la libertad de expresión que ya está restringida por la legislación que puede invocar toda persona independientemente de su condición.

La CIDH considera que la existencia y la aplicación de los tipos penales de desacato a quienes divulgan expresiones críticas a los funcionarios públicos son contrarias a la Convención Americana porque constituyen un ataque a la libertad de expresión, porque son innecesarias en una sociedad democrática y porque son desproporcionadas por sus efectos graves sobre el emisor y sobre el libre flujo de información en la sociedad.

Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe anual 1994, capítulo V: Informe sobre la compatibilidad entre las leyes de desacato y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Febrero de 1995.

Protección penal de la reputación de funcionarios en países de la región


Pese a importantes avances en materia de descriminalización en algunos países de las Américas —algunos de los cuales se mencionan más adelante—, las figuras delictivas que protegen la honra o la reputación de instituciones y funcionarios públicos se estructuran de manera similar en cuanto al impacto potencial de las conminaciones penales sobre el ejercicio de la libertad de expresión. En efecto, los respectivos códigos penales sancionan con prisión, multa o ambas penas las expresiones que de algún modo podrían ser consideradas ofensivas contra tales instituciones y funcionarios. Así ocurre, por citar algunos, en los códigos penales de Bolivia, Brasil, Cuba, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití y Venezuela. Tomaré como ejemplo, para el análisis, el Código Penal de este último país en la inteligencia de que las siguientes consideraciones son en general, mutatis mutandi, aplicables a los tipos legales de los códigos aludidos.

El delito de difamación previsto en el artículo 442 del Código Penal de Venezuela es cometido por quien, comunicándose con varias personas, reunidas o separadas, impute a algún individuo un hecho determinado capaz de exponerlo al desprecio o al odio público, u ofensivo a su honor o reputación.
            La concreción de tal supuesto no requiere que el hecho imputado sea falso: basta con que la imputación se comunique a varias personas, es decir, que tenga más de un destinatario. La referencia del texto legal a personas reunidas o separadas como destinatarias de la comunicación es innecesaria. Lo relevante es que la imputación se haga saber a más de un individuo.
            El hecho imputado debe ser capaz de exponer a aquel a quien se le atribuya al desprecio o al odio público, o bien ser ofensivo a su honor o su reputación, es decir, ha de ser de tal índole que pueda ocasionar a su autor desestimación, falta de aprecio, antipatía o aversión públicas; o que provoque menoscabo de su amor propio o su dignidad, o afecte desfavorablemente la opinión, consideración o estima en que se le tenía.
Por decirlo brevemente: el hecho imputado debe ser un hecho despreciable o reprobable a juicio de la generalidad de las personas o un subconjunto considerable de éstas, y que por tal razón, de saberse, pueda ocasionar al ofendido desprecio u odio públicos, o le ocasione deshonor o desprestigio.
El bien jurídico tutelado por el tipo legal es el prestigio o la reputación, que corren riesgo de sufrir mengua si se da a conocer, veraz o falsamente, que el ofendido realizó un hecho que, a juicio de la generalidad de las personas o un subconjunto considerable de éstas, resulta despreciable o reprobable.
El sujeto pasivo u ofendido puede ser cualquier persona, incluidos los servidores públicos. 
La punibilidad, privativa de libertad y multa, se agrava si el delito se comete en documento público o con escritos, dibujos divulgados o expuestos al público, o con otros medios de publicidad.

El artículo 443 permite al inculpado la prueba de la verdad o la notoriedad del hecho difamatorio cuando —entre otros supuestos— el ofendido sea funcionario público, siempre que el hecho que se haya imputado a éste se relacione con el ejercicio de su ministerio, salvo las disposiciones de los artículos 222 y 226.
Aunque el aludido artículo 443 sólo se refiere, como salvedades a la prueba de la verdad o la notoriedad, a las disposiciones de los artículos 222 y 226, este último determina que en los casos señalados en los artículos anteriores, es decir del 222 al 225 —todos ellos del capítulo denominado “De los ultrajes y otros delitos contra las personas investidas de autoridad pública” y conminados con pena privativa de libertad y multa—, no se admitirá “al culpable” prueba alguna sobre la verdad ni aun sobre la notoriedad de los hechos o de los defectos imputados al ofendido.
El artículo 222 se refiere a la ofensa de palabra u obra al honor, la reputación o el decoro de un miembro de la Asamblea Nacional o algún funcionario público si el hecho ofensivo tiene lugar en su presencia y con motivo de sus funciones.
El artículo 223 sanciona dos supuestos: a) que la ofensa a que se refiere el artículo anterior vaya acompañada de violencia o amenaza, y b) que se haga uso de violencia o amenaza de algún otro modo contra un miembro de la Asamblea Nacional o algún funcionario público si el hecho tiene lugar con motivo de las funciones del ofendido.
El artículo 224 prevé punibilidad atenuada “cuando alguno de los hechos previstos en los artículos precedentes se haya cometido contra algún funcionario público no por causa de sus funciones sino en el momento mismo de estar ejerciéndolas”.
El artículo 225 tipifica la ofensa de palabra u obra contra el honor, la reputación, el decoro o la dignidad de algún cuerpo judicial, político o administrativo cometida “en el acto de hallarse constituido”, o de algún magistrado en audiencia. La punibilidad se agrava si se hace uso de violencia o amenaza.  
El artículo 226 prohíbe que en los supuestos señalados en los artículos precedentes se admita la prueba de la verdad o la notoriedad de los hechos o de los defectos imputados a la parte ofendida.
Desde luego, el supuesto señalado en el artículo 223 es de muy diversa índole a los contemplados en los artículos 222, 224 y 225, pues en aquel se requiere la realización de violencia o amenaza para que haya delito, es decir no se trata tan sólo de un delito de expresión. En cambio, los supuestos de los artículos 222, 224 y 225 son los de ofensa de palabra o de obra, sin violencia y sin amenaza, que sólo se introducen como agravantes en el artículo 225.
La ofensa que se prohíbe en las figuras delictivas descritas en los artículos 222 a 225 puede ser de palabra u obra. Ofender significa, en la primera de las acepciones que le asigna el Diccionario de la Real Academia Española, humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos. No hay manera de poner en evidencia a alguien con palabras sino imputándole alguna conducta despreciable o reprobable —que incluso puede ser una declaración, pues quien declara también realiza al hacerlo una conducta— o algún defecto.
Dado que el artículo 226 ordena que no se admitirá “al culpable” prueba alguna sobre la verdad o la notoriedad de los hechos o los defectos imputados al ofendido, la imputación constituirá delito en todos los supuestos de ultrajes a la autoridad pública aun si fuera verdadera o notoria. En otras palabras, si diciendo la verdad se ofende a un funcionario público en su presencia y con motivo de sus funciones o en el momento de estar ejerciéndolas, o a algún cuerpo judicial, político o administrativo en el acto de hallarse constituido, o a algún magistrado en audiencia, el Código Penal venezolano prohíbe, conminándola con pena privativa de libertad, la verdad.
Por otra parte, el citado artículo 443, en su párrafo final, dispone que el autor de la difamación no quedará exento de la pena, aun cuando se probare la verdad del hecho imputado y aun si el difamado fuere condenado por ese hecho,  si los medios empleados constituyen por sí mismos el delito previsto en el artículo 444.
El aludido artículo 444 sanciona con pena privativa de libertad y multa al individuo que en comunicación con varias personas, juntas o separadas, ofenda el honor, la reputación o el decoro de alguna persona. La punibilidad se agrava si la ofensa se comete en presencia del ofendido, aunque esté solo, o por medio de algún escrito que se le dirija, o en lugar público; se hace aun más severa si con la presencia del ofendido concurre la publicidad, y se agrava aún más si se hace uso de los medios indicados en el primer aparte del artículo 442.
Conforme al artículo 443, párrafo final, el autor de la difamación no estará exento de pena, aun si la verdad del hecho se probare o la persona difamada quedare condenada por ese hecho, si los medios empleados (para difamar) por sí mismos constituyen el delito previsto en el artículo 444.
El artículo 144 sanciona, entre otras cosas, la ofensa a la reputación. Como he explicado, la ofensa puede consistir —es una de las formas que asume— en poner en evidencia a alguien, lo que sólo es posible imputándole un hecho despreciable o reprobable, o un defecto. En virtud de que el autor de la difamación no estará exento de pena aun si la verdad del hecho se probare o el difamado fuere condenado por el hecho, la imputación puede ser verdadera sin dejar de ser conducta prohibida, es decir delito, en razón de la redacción de las figuras delictivas examinadas.
Así pues, es ineludible la conclusión de que siempre que se impute un hecho despreciable o reprobable o un defecto a una persona, así sea cierta la imputación o notorio el hecho o defecto imputado, habrá delito, ya sea de difamación —en el que el ofendido puede ser cualquier persona— o ya sea de ultrajes contra las personas investidas de autoridad pública.
En relación con el tema que nos ocupa, hay que decir que la pertinencia de la prueba de la verdad del hecho difamatorio cuya permisión otorga el artículo 443, en el supuesto de que el ofendido sea funcionario público y siempre que el hecho que se le haya imputado a éste se relacione con el ejercicio de su ministerio, queda anulada por la remisión que hace ese mismo artículo a los artículos 222, 226 y 444.
Por ende, la prueba de la verdad o la notoriedad del hecho reprobable imputado a un funcionario público estará vedada o será inútil en los términos en que están redactados los textos alusivos del Código Penal venezolano, pues tal prueba o no se admite o no exenta de  pena al acusado.
De tal suerte, la imputación probadamente cierta de un hecho despreciable o reprobable o de un defecto a un funcionario público es, asombrosamente, una conducta delictuosa.

El artículo 446 establece que en los casos en que el ofendido haya sido la causa determinante e injusta del hecho, la pena se reducirá en la proporción de una a dos terceras partes, y si las ofensas fueren recíprocas el juez podrá, según las circunstancias, declarar a las partes, o a alguna de ellas, exentas de toda pena.  Añade que no será punible el que haya sido impulsado al delito por violencias ejecutadas contra su persona.
            De acuerdo con el artículo 446 solamente en el caso de que el autor de la ofensa haya sido impulsado por violencias contra su persona quedará eximido de pena. Pero no así en el caso de que el ofendido haya provocado determinante e injustamente la ofensa. En tal hipótesis la punibilidad es atenuada pero no deja de ser privativa de libertad además de multa.
En otras palabras, aquel que sufra una provocación grave e injustificada tendrá que soportarla estoicamente para no quedar sujeto a sanciones penales, incluida la prisión.
            Únicamente en el supuesto de que las ofensas sean recíprocas se podrá exentar de pena a uno de los ofensores, pero el texto legal no especifica a cuál, si bien expresa que el juez deberá tomar la decisión “según las circunstancias”. Cabe, entonces, la posibilidad de que la exención de pena no favorezca a aquel que respondió con una ofensa a la ofensa que previamente se le había hecho.
            Si quien provocare la ofensa fuera un funcionario público con un proceder prepotente, arbitrario y majadero, es decir injusto y determinante de la reacción del provocado, éste no quedaría eximido.
La ofensa, según se ha explicado, puede consistir en la imputación de un hecho depreciable o reprobable ya que esa imputación pone en evidencia al imputado (poner en evidencia es una de las acepciones de ofender).
Aun si al atribuirle tal hecho el provocado estuviera diciendo estrictamente la verdad, y el hecho imputado fuera precisamente el que provocó la ofensa, el ofensor no quedaría exento de pena sino que se le aplicaría una punibilidad atenuada.
 
En capítulo anterior del Código Penal de Venezuela (Libro Segundo, Título I, Capítulo II: “De los delitos contra los Poderes Nacionales y de los Estados”), el artículo 147 prohíbe también la ofensa de palabra o por escrito, o cualquier otra manera de irrespeto, contra el Presidente de la República o quien esté haciendo sus veces. La punibilidad es de prisión, su magnitud depende de si la ofensa es grave o leve y se agrava si se hubiere hecho públicamente.
Conforme al artículo 148, la punibilidad anterior se reduce a la mitad si el ofendido es el Vicepresidente Ejecutivo de la República, alguno de los Magistrados o Magistradas del Tribunal Supremo de Justicia, un Ministro del Despacho, un Gobernador de Estado, un diputado o diputada de la Asamblea Nacional, el Alcalde Metropolitano, algún rector o rectora del Consejo Nacional Electoral, el Defensor del Pueblo, el Procurador General, el Fiscal General, el Contralor General de la República o algún miembro del Alto Mando Militar, y a la tercera parte si se trata de los Alcaldes de los municipios.
Los artículos 147, 148, 222, 224 y 225 tipifican delitos que la doctrina y la jurisprudencia interamericana identifican como de desacato. La conducta tipificada es en todos los casos la ofensa, la cual, como se ha reiterado, puede consistir en la imputación de un hecho despreciable o reprobable o de un defecto, aun cuando la imputación fuera verdadera.
La conclusión es ineludible: los funcionarios públicos venezolanos están blindados por el código punitivo del país, el cual castiga con prisión, y en ciertos casos también multa, a quien les impute un hecho despreciable o reprobable o un defecto.
Por otra parte, el artículo 149 conmina con pena privativa de libertad a quien vilipendiare públicamente a la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia, al Gabinete o Consejo de Ministros, a algún Consejo Legislativo de los Estados, o a alguno de los Tribunales Superiores, y con la mitad de esa pena si el ofendido es un Consejo Municipal. Finaliza el artículo 149 ordenando: “La pena se aumentará proporcionalmente si la ofensa se hubiere cometido hallándose las expresadas corporaciones en ejercicio de sus funciones oficiales”.
El vilipendio, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, es el desprecio, la falta de estimación o la denigración de alguien o algo. Denigrar, enseña el mismo diccionario, tiene las acepciones de deslustrar, ofender la opinión o la fama de alguien, e injuriar.  
Luego entonces, son delitos contra los poderes nacionales o de los estados, la expresión indicativa de que no se tiene aprecio o estimación por alguna de las instituciones enlistadas en el artículo 149, la ofensa a su opinión o su fama, y la injuria en su contra, siempre y cuando se hagan públicamente
He reiterado que una de las acepciones de la ofensa es poner en evidencia a alguien (en este caso a algo: alguna de las instituciones enumeradas), y sólo es posible poner en evidencia al ofendido imputándole un hecho despreciable o reprobable o un defecto.

Así, quedan prohibidas penalmente y conminadas con penas privativas de libertad por el artículo 149 no sólo la injuria sino también la imputación de un hecho despreciable o reprobable contra alguno de esos organismos, siempre que se realicen públicamente, y aun toda manifestación pública que indique falta de aprecio o de estimación hacia los mismos.

El mismo tipo legal, con ligerísima variante de redacción, estaba contenido en el artículo 444 hasta antes de la reforma de 2005.

Tendencia reciente en las legislaciones y la jurisprudencia locales


Recientemente se han producido avances de considerable importancia en materia de incorporación interna de los estándares interamericanos sobre libertad de expresión, particularmente en lo que respecta al conflicto entre esta libertad y la protección jurídica de la reputación de los funcionarios públicos.
            Los Estados de la región que avanzan en este sentido están protegiendo y promoviendo más vigorosamente el libre ejercicio del derecho a la libertad de expresión.
            El Código Penal de Panamá que entró en vigor en 2008 excluyó la responsabilidad penal cuando el presunto afectado por los delitos de injuria y calumnia fuera un funcionario público.
            La Asamblea General del Poder Legislativo de Uruguay aprobó, el 10 de junio de 2009, el proyecto del Poder Ejecutivo de reformas al Código Penal y a la Ley de Prensa que: a) despenalizan la divulgación de opiniones o informaciones sobre funcionarios públicos o sobre asuntos de interés público salvo cuando la persona presuntamente afectada logre demostrar la existencia de real malicia por parte del autor para agraviar a las personas o vulnerar su vida privada; b) reducen sustancialmente las hipótesis de desacato dejando claro que nadie será castigado por discrepar o cuestionar a la autoridad; c) eliminan las sanciones por ofensa o vilipendio de símbolos patrios o por atentar contra el honor de autoridades extranjeras, y d) declaran que los tratados internacionales en la materia constituyen principios rectores para la interpretación, aplicación e integración de las normas civiles, procesales y penales.
            El Senado de Argentina aprobó, el 18 de noviembre de 2009, una reforma al Código Penal que despenaliza la injuria y la calumnia. La iniciativa, presentada por el Poder Ejecutivo, había sido previamente aprobada por la Cámara de Diputados. Esta reforma fue realizada en cumplimiento de la sentencia de 2 de mayo de 2008 de la Corte Interamericana en el caso Kimel vs. Argentina. La reforma elimina las sanciones por la divulgación de opiniones o informaciones sobre funcionarios públicos o sobre asuntos de interés público; sustituye la pena de prisión por multa en los delitos de injuria y calumnia; establece que en ningún caso configurarán delito de calumnia o injurias las expresiones referidas a asuntos de interés público o las que no sean asertivas, ni los calificativos lesivos del honor cuando guarden relación con un asunto de interés público; dispone que quien publique o reproduzca  por cualquier medio injurias o calumnias inferidas por otro no podrá ser castigado como autor de las mismas, y exenta de pena al autor de la calumnia o la injuria si se retracta públicamente.
            El 17 de junio de 2009, la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México declaró fundado y procedente el amparo presentado por el director de un medio de comunicación que había sido condenado penalmente por el delito de ataque a la vida privada por publicar un artículo sobre un funcionario público. La Suprema Corte, con expresa aplicación de los estándares interamericanos en la materia, consideró que las normas penales de protección del honor y la intimidad del Estado de Guanajuato eran incompatibles con la Constitución. La Corte estimó que la Ley de Imprenta del Estado, al referirse simplemente a manifestaciones que expongan a una persona al odio, desprecio o ridículo, o que puedan causarle demérito en su reputación o en sus intereses, criminalizaba incluso casos en los que la afectación a la buena reputación fuera puramente eventual. Por otra parte, en México tanto el Código Penal Federal como aproximadamente la mitad de los códigos penales de las entidades federativas han derogado esa clase de normas.
            El 26 de junio de 2009, la Corte Constitucional de Colombia declaró incompatible con la Constitución una norma del Código Penal que indicaba que en los procesos por calumnia, cuando la persona afectada por las afirmaciones calumniosas contara con una sentencia absolutoria, el responsable de las imputaciones no podía ser eximido de responsabilidad. La Corte Constitucional decidió que la norma penal no era necesaria ni estrictamente proporcional, pues en aras de proteger los derechos fundamentales a la honra y el buen nombre, y los principios constitucionales de la seguridad jurídica y la cosa juzgada,  eliminaba para los casos contemplados en ella la libertad de expresión en sus diversas manifestaciones. Para la Corte Constitucional, el amparo de los derechos y principios que pretendía salvaguardar la norma no exigía ni justificaba el daño que producía sobre el derecho a la libertad de expresión: las instituciones propias del derecho sancionatorio y en especial del derecho penal “sirven como medios coercitivos para imponer una visión única y desalentar la deliberación vigorosa, siendo por lo demás incompatibles con los principios que orientan los regímenes democráticos y en particular la libertad de expresión en los términos contemplados en el artículo 13 de la Convención Americana”. La Corte Constitucional resalta la posición que la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH ha tenido sobre este tema, enfatizando la necesidad de discriminalizar el ejercicio de esta libertad.

Las reformas legislativas y los criterios judiciales citados denotan la confluencia entre el derecho internacional y el derecho constitucional para la protección de los derechos humanos, la cual ha permitido que se desarrollen criterios de interpretación y aplicación de los estatutos jurídicos que buscan cumplir de manera integrada con este fin fundamental del derecho contemporáneo.

Razones para objetar la protección penal de la reputación de funcionarios


Las sanciones penales previstas en el ordenamiento jurídico tienen un efecto potencialmente inhibitorio de las conductas a las que son aplicables. Esto no significa que las normas punitivas tengan el mismo efecto psicológico en todos sus destinatarios, esto es que el temor que producen genere la misma actitud en todos los individuos. Ese temor silenciará a algunos, moderará a otros y a otros más no los hará autolimitarse en sus expresiones, pero de lo que no cabe duda es que genera una probabilidad de inhibición. El temor producido por la conminación de pena privativa de libertad pesa como una amenaza grave sobre el ánimo de los destinatarios, Dado que las conminaciones punitivas van dirigidas a todos, su efecto puede ser el de inhibir no sólo a quien está sometido a un procedimiento penal fundado en esas normas sino a la generalidad de los gobernados.
La Corte Interamericana ha manifestado, en todos los casos de que ha conocido, que la existencia misma de normas penales para proteger la reputación de funcionarios públicos resulta desproporcionada e innecesaria en las sociedades democráticas.
El recurso a mecanismos penales, admisible en ciertos casos de extrema gravedad en los que el ofendido sea un particular, es inaplicable frente a  discursos especialmente protegidos que pueden ofender la honra o el buen nombre de funcionarios públicos, candidatos a ocupar cargos públicos, o personas directamente relacionadas con asuntos de interés público. Limitar el debate a través del derecho penal tiene efectos tan graves para el control democrático que tal opción no cumple con los requisitos de extrema y absoluta necesidad.
En las sociedades democráticas, la libre circulación de informaciones y opiniones sobre los funcionarios públicos amerita protección privilegiada por varias razones. En primer lugar, porque la deliberación sobre los asuntos públicos y sobre la actuación de los funcionarios públicos es una de las condiciones imprescindibles para que los gobernados puedan acceder a noticias o puntos de vista relevantes para adoptar de manera consciente e informada sus propias decisiones. En segundo lugar, porque los funcionarios que actúan a nombre del Estado, representando formalmente a los gobernados, en virtud de la naturaleza pública de las funciones que cumplen y de los recursos que emplean, deben estar sometidos a un mayor escrutinio y, por ello, deben tener mayor tolerancia ante la crítica. En tercer lugar, porque los funcionarios públicos tienen mayores y mejores posibilidades de defenderse, en un debate público, que las personas que no ostentan cargos o representaciones oficiales.
Aun cuando algunos ordenamientos penales dispongan que en esta clase de delitos es procedente la suspensión condicional de la ejecución de la pena de modo que la sanción que realmente se aplica es predominantemente indemnizatoria, es claro que esa opción que permite la ley es una de las posibilidades que el juez contempla al dictar sentencia, misma que no cancela la otra alternativa: la de que la condena sea a prisión.
Además, los destinatarios de las normas penales, si no son conocedores de la legislación, desconocen cuáles son las opciones entre las que puede elegir el juzgador: lo que saben bien, en cambio, es que una norma penal casi siempre señala como punibilidad la de privación de la libertad. Es el carácter penal de la conminación, y no el conocimiento preciso de la norma, lo que juega un papel de efecto intimidatorio al prohibirse en tipos penales el ejercicio de la libre expresión.
Las figuras delictivas de difamación e injurias que no excluyen como sujeto pasivo u ofendido del delito a los funcionarios públicos contrarían abiertamente el criterio de la Corte Interamericana y  el principio 10 de la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión, que establece de manera inequívoca: “La protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público”.
Se ha sostenido por parte de los Estados que las mantienen en su legislación que las normas de desacato contra las instituciones o los funcionarios públicos pretenden exigir responsabilidad personal a quienes incitan a acciones ilegales contra quienes dirigen las instituciones. La aseveración es  lógicamente insostenible. Nadie podría razonablemente cuestionar una norma legal que castigara la incitación a acciones ilegales —por ejemplo agresiones físicas o atentados— contra funcionarios públicos, pero afirmar que las opiniones desfavorables a las instituciones o a los funcionarios públicos es incitar a acciones ilegales contra ellos es un salto lógico no justificado en la argumentación.
En los países democráticos más avanzados no hay día que en los medios de comunicación o en reuniones de diversa naturaleza se opine desfavorablemente contra ciertos funcionarios e instituciones públicas, sin que en ningún caso esa opinión por sí misma constituya la incitación a emprender acciones ilegales contra ellos. No es cancelando la crítica como los funcionarios y las instituciones públicas llegan a gozar de prestigio y aprecio por parte de los ciudadanos: es su funcionamiento eficaz, honesto y respetuoso de la ley lo que conquista una buena reputación para ellos.
Se ha argüido asimismo que las conductas prohibidas por los tipos legales de desacato potencian el odio contra las personas que dirigen las instituciones, lo que entorpece socialmente la labor de éstas, por lo que esas normas tienen el propósito de darle una doble protección a la persona y al cargo con el fin de no debilitar al Estado. Otra excusa ayuna de argumentos. El odio es un sentimiento que puede potenciarse de muchas maneras. En el caso de las instituciones, es más probable que el odio se genere no por la crítica a su funcionamiento sino por su funcionamiento mismo. Es insostenible la afirmación de que la crítica, la descalificación o la desestimación a las instituciones potencian el odio contra quienes las dirigen. Ese aserto, llevado a sus últimas consecuencias, conduce a prohibir toda crítica o juicio reprobatorio a las instituciones para, supuestamente, evitar el odio hacia los sujetos que las dirigen, prohibición claramente antidemocrática.
También la justificación de las normas de desacato arguyendo que tienen el fin de no debilitar al Estado es absolutamente incompatible con el más elemental espíritu democrático. En efecto, en una democracia las instituciones y los funcionarios públicos deben estar sometidos al análisis, al escrutinio y a la crítica. Lejos de debilitar al Estado, ese ejercicio puede servir de base para fortalecerlo, pues unas instituciones que, atendiendo a la crítica, mejoren su actuación, serán más sólidas y respetables. Por supuesto, esa crítica puede ser injustificada, desinformada o sesgada, pero en una democracia no puede ser el mismo Estado el que decida, por sí y ante sí, cuándo una crítica es acertada o razonable y cuándo no lo es. No hay democracia sin libertad de opinión respecto de las instituciones y sus funcionarios públicos.
A nadie puede obligarse a tener buena opinión de las instituciones o de quienes las dirigen. El vilipendio dirigido a una entidad estatal no es sino la expresión de un sentimiento o de una opinión sobre una entidad estatal. La justificación que se ha esgrimido en el sentido de que esa expresión es parte de un plan o movimiento tendente a la desobediencia pública, al caos, a quebrar el orden o la moral pública, pretende que toda valoración adversa a las entidades estatales es parte de un complot intolerable porque atenta contra la subsistencia misma del Estado. Ningún argumento se ha formulado en apoyo de tal hipótesis. No podría haberlo. La expresión desfavorable a una institución puede ser injusta e incluso absurda, pero su sola emisión no erosiona al Estado, cuyos funcionarios, por otra parte, como aquí se ha reiterado, disponen de amplias posibilidades de refutar las valoraciones que consideren desacertadas.   

Un Estado que prohíbe penalmente y conmina con pena de prisión las expresiones críticas contra sus funcionarios y sus entidades está apartándose de los principios fundamentales de la democracia.

Conclusiones


Las normas penales de difamación e injuria que no excluyen como posibles sujetos pasivos u ofendidos a los funcionarios públicos, así como las de vilipendio y ultrajes contra personas investidas de autoridad pública —que consagran una suerte de desacato contra funcionarios públicos e instituciones del Estado—, son incompatibles con el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos e inaceptables en un sistema democrático.
La existencia de normas penales de esa índole vulneran arbitrariamente el derecho a la libertad de expresión, ya que las mismas no responden a un objetivo legítimo ni a una necesidad de salvaguardar la seguridad nacional, el orden público, la salud pública o la moral pública, y son una reacción estatal desproporcionada a las conductas que prohíben.
La vigencia misma de esas normas es potencialmente inhibitoria del ejercicio de la libertad de expresión —que cuando cuestiona a los funcionarios públicos o a las instituciones del Estado, o les imputa actos de abuso de poder, amerita en el sistema interamericano mayor protección—, pues son un medio para silenciar señalamientos, opiniones y críticas al generar temor a las sanciones penales previstas en aquellas.
            Las conductas prohibidas por esas normas —imputar, ofender, vilipendiar— son de una amplitud, una imprecisión, una ambigüedad y una vaguedad desmesuradas, por lo que atentan contra el principio de legalidad penal, que exige  tipos penales redactados en términos estrictos y unívocos que acoten claramente la conducta punible.
Los verbos empleados en dichas normas dan lugar a tipos extremadamente abiertos, en los que resulta imposible distinguir entre una crítica o un señalamiento protegido y una crítica o un señalamiento punible, o bien —por la amplitud, la imprecisión, la ambigüedad y la vaguedad de dichos verbos— implican que todo señalamiento de abuso o desvío de poder o toda opinión crítica hacia las instituciones es punible.
Con la utilización de esos verbos en la construcción de los tipos penales quedan prohibidas y conminadas con prisión conductas que no es admisible prohibir en sistemas democráticos, como poner en evidencia a un funcionario público imputándole —incluso verazmente— un hecho despreciable o reprobable.
Las normas penales de difamación e injuria, utilizables para proteger la reputación de funcionarios públicos en virtud de que los tipos legales los incluyen como sujetos pasivos u ofendidos, producen efectos similares a las de vilipendio y ultrajes contra personas investidas de autoridad pública respecto de la restricción del derecho al ejercicio de la libertad de expresión.
            La vigencia de normas de desacato contra funcionarios públicos e instituciones del Estado vulnera el principio de igualdad de todos ante la ley, pues concede injustificadamente a los funcionarios públicos una protección mayor a su reputación que la que se brinda al resto de las personas.
            La protección penal de la honra o la reputación de las instituciones parte de la ficción jurídica de que las mismas tienen derecho a la honra o la buena reputación, desconociendo que su legitimidad y buena fama no pueden imponerse mediante conminaciones penales en una sociedad democrática, sino que las  instituciones deben conquistar el aprecio y el respeto de la ciudadanía con su actuación respetuosa de la ley y benéfica para los gobernados.
La vigencia de tales normas, además, vulnera un principio fundamental de la democracia y es contraria a la jurisprudencia de la Corte Interamericana, que ha establecido que los funcionarios públicos y los aspirantes a serlo tienen un umbral distinto de protección de su reputación, que los expone en mayor grado al escrutinio y la crítica de los gobernados, lo cual se justifica por el carácter de interés público de las funciones que realizan; porque se han expuesto voluntariamente a un escrutinio más exigente, y porque tienen una potente capacidad de controvertir la información y la crítica a través de su poder de convocatoria pública, su influencia social y su facilidad de acceso a los medios de comunicación.
Algunas de esas normas llegan a extremos de arbitrariedad inauditos, como las que declaran la improcedencia o hacen nugatoria la prueba de la verdad o la notoriedad respecto de la imputación presuntamente difamatoria contra algún funcionario público, o las que sancionan al ofensor aun en casos en que el ofendido haya sido la causa determinante e injusta del hecho, lo que es particularmente grave cuando el provocador es un funcionario público. Tales normas constituyen una inadmisible conculcación del derecho de ejercer la libertad de expresión denunciando abusos o desvíos de poder, así como del derecho de informar y del derecho de recibir información.
La existencia de normas penales de estas características es recurrente en la región iberoamericana, como se advierte, por ejemplo, en los códigos penales de Bolivia, Brasil, Cuba, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití y Venezuela.
La vigencia de esas normas va a contracorriente de los recientes avances que, producidos por reformas legislativas o decisiones judiciales, se observan, por ejemplo, en Argentina, Colombia, México, Panamá y Uruguay, estados de la región que están protegiendo y promoviendo más vigorosamente el libre ejercicio del derecho a la libertad de expresión.

El sometimiento de una persona a un procedimiento penal —aun cuando éste no culminare en sentencia condenatoria— bajo la acusación de ofensa a la reputación o la honra de algún funcionario público o alguna institución pública es potencialmente inhibidor del ejercicio del derecho a la libertad de expresión, no sólo respecto del inculpado sino de todos las personas, pues cualquiera puede correr la misma suerte. Es así porque un procedimiento penal, aunque no concluya en una sentencia condenatoria, genera al inculpado angustia, inquietud, incertidumbre y temor respecto de su libertad amenazada, y porque, en virtud de lo anterior, la sola probabilidad de ser sometido a un procedimiento de esa índole puede ocasionar intranquilidad tal que dé lugar al retraimiento respecto del propio ejercicio del derecho a la libertad de expresión.

Respuestas a los representantes de las presuntas víctimas

 

  1. ¿Considera posible separar la acción privada del cargo de poder en el gobierno que ostenta un funcionario público accionante por delito de difamación e injuria?

 

Sí, es posible que un funcionario público presente denuncia o querella por el delito de difamación o por el delito de injuria sin que la denuncia tenga relación con su cargo, siempre y cuando la conducta presuntamente difamatoria o injuriante no se refiera al ejercicio de ese cargo ni a conductas realizadas con motivo de o aprovechando el mismo.
En cambio, si la conducta denunciada por el funcionario público es una imputación, una crítica o un juicio desfavorable relacionados a su actuación en ejercicio de sus funciones o con motivo de éstas, o aprovechando el cargo que ostenta, ni lógica ni jurídicamente sería posible considerar la denuncia ajena al cargo o al ejercicio del cargo. No sería posible lógicamente porque el denunciante estaría iniciando una acción cuyo propósito sería precisamente el de que se castigara la expresión adversa o reprobatoria de su proceder como funcionario público. No sería posible jurídicamente porque la presunta ofensa a la reputación del denunciante o querellante lo sería no al particular ajeno a la función pública sino al funcionario público, a su conducta como tal: el bien jurídico que en tal supuesto se vería afectado es justamente la reputación del presunto ofendido en su calidad de funcionario público.
Por eso he sostenido en las consideraciones presentadas a la Corte que los tipos legales de difamación e injuria que no excluyen como posibles sujetos pasivos u ofendidos a los funcionarios públicos afectan indebidamente el derecho a la libre expresión y, por ende, su sola vigencia contraviene el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y es inaceptable en un sistema democrático.

  1. De acuerdo a su opinión, ¿las críticas referidas a la función pública desempeñada por un ciudadano pueden ser consideradas como difamantes o injuriosas?

 

La crítica al ejercicio de la función pública es consustancial a los sistemas democráticos: sin libertad de crítica a las autoridades y a los funcionarios públicos no hay democracia.
Aunque todas las formas de expresión están protegidas por el artículo 13 de la Convención Americana, algunas reciben protección especial por su importancia para el ejercicio de los demás derechos humanos o para la consolidación, funcionamiento y preservación de la democracia.
En la jurisprudencia interamericana los modos de discurso especialmente protegidos son: a) el discurso político y sobre asuntos de interés público; b) el discurso sobre funcionarios públicos en ejercicio de sus funciones y sobre candidatos a ocupar cargos públicos, y c) el discurso que configura un elemento de identidad o de la dignidad personales de quien se expresa. Para el asunto que nos ocupa importan los dos primeros.
En un sistema democrático y plural, las acciones y omisiones del Estado y sus funcionarios deben estar sujetas a escrutinio riguroso y libre, sin amenazas, no sólo por sus órganos internos de control sino también por todos y cada uno de los gobernados.
El recurso a la imposición de responsabilidades debe dar estricto cumplimiento a los siguientes requisitos: a) debe demostrarse que quien se expresó abusivamente lo hizo con dolo de causar daño y con conocimiento de que se estaba difundiendo información falsa  o con evidente desprecio a la verdad de los hechos —si el sujeto no actúa con tal dolo no hay difamación ni injuria—; b) quien alega que se causó un daño debe soportar la carga de la prueba de demostrar que las expresiones abusivas son falsas y causaron efectivamente el daño alegado, y c) nadie puede ser condenado por una opinión cuando ésta no apareja la falsa imputación de hechos verificables.
La Corte Interamericana ha considerado innecesaria la constatación de la veracidad de las afirmaciones formuladas para desestimar la imposición de sanciones. Basta con que existan razones suficientes para justificar la formulación de tales afirmaciones, siempre que sean de interés público. Por ende, incluso si los hechos que se afirman no pueden ser demostrados en un proceso judicial, quien realizó las afirmaciones correspondientes estará protegido siempre y cuando no hubiera tenido conocimiento de la falsedad de lo que afirmaba o no hubiera actuado con absoluto desprecio por la verdad.

  1. El artículo 444 del Código Penal vigente en Venezuela contempla una pena de prisión de uno a tres años. En esos casos es procedente la suspensión condicional de la ejecución de la pena, por lo que podría considerarse que el carácter sancionatorio predominante es el indemnizatorio. ¿Tiene sentido jurídico mantener esta norma penal cuando su sanción pudiera no aplicarse?

 

El derecho penal, por la gravedad de las sanciones que contempla, por el estigma que deja en aquellos a quienes se aplican sus sanciones y por el efecto intimidatorio que produce, debe tener un carácter fragmentario y subsidiario, es decir: a) reservarse a aquellas conductas de antisocialidad intolerable para la convivencia civilizada, y b) tenerse como última ratio del Estado, allí donde no basten normas jurídicas no penales.
La Corte Interamericana ha admitido la posibilidad de alguna medida penal a propósito de la expresión de informaciones u opiniones, pero ha advertido que “esta posibilidad se debe analizar con especial cautela, ponderando al respecto la extrema gravedad de la conducta desplegada por el emisor de aquellas, el dolo con que actuó, las características del daño injustamente causado y otros datos que pongan de manifiesto la absoluta necesidad de utilizar, en forma verdaderamente excepcional, medidas penales”.
En el caso de las figuras delictivas de difamación e injuria del Código Penal venezolano, la posibilidad legal de que la sanción privativa de libertad pueda ser sustituida es claramente indicativa de que esas conductas no se consideran de gravedad tal que la conducta prohibida amerite necesariamente pena privativa de libertad.
Si la sanción aplicable es predominantemente indemnizatoria, es razonable que tales figuras se deroguen de la legislación penal y que las conductas por ellas prohibidas pasen a formar parte de un ordenamiento no penal.
El mantenimiento de las figuras aludidas en la legislación penal tiene consecuencias indeseables: aun cuando se disponga que en estos supuestos es procedente la suspensión condicional de la ejecución de la pena, de modo que la sanción que realmente se aplique sea predominantemente indemnizatoria, es claro que esa opción permitida por la ley es una de las posibilidades que el juez contempla al dictar sentencia, misma que no cancela la otra alternativa: la de que la condena sea a prisión.
Además, los destinatarios de las normas penales, si no son conocedores de la legislación, ignoran cuáles son las opciones entre las que puede elegir el juzgador: lo que saben bien, en cambio, es que una norma penal casi siempre señala como punibilidad —como ocurre en el Código Penal venezolano en las figuras de difamación e injuria— la de privación de la libertad.
Es el carácter penal de la conminación, y no el conocimiento preciso de la norma, lo que provoca un efecto intimidatorio al prohibirse en tipos penales el ejercicio de la libre expresión.

  1. En los países donde todavía se mantiene este tipo de legislación ¿ha identificado usted un patrón en este tipo de denuncias por parte de funcionarios gubernamentales en contra de personas que denuncian su actividad como funcionarios públicos?

 

La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos señala en su Informe Anual 2010: “En algunos Estados miembros se registraron denuncias penales presentadas por funcionarios estatales por la publicación de opiniones o informaciones relacionadas con cuestiones de interés público. Es cierto que en varios de los casos estudiados los procesos penales habrían sido finalmente desestimados. Empero, en otros los jueces condenaron penalmente a los periodistas”.
Ejemplos de lo anterior, hechos públicos por la misma Relatoría Especial, son:

  1. La sentencia que ratifica la condena penal y civil al periodista Emilio Palacio, a tres directivos del diario El Universo de Ecuador y al diario mismo por la publicación de una columna que ofendió al Presidente Rafael Correa. La sentencia condena a los directivos del diario y al periodista a tres años de prisión por el delito de injurias calumniosas contra una autoridad y ordena el pago de 40 millones de dólares de indemnización en beneficio del Presidente;
  2. La captura y el procesamiento penal de la directora editorial del semanario Sexto Poder de Venezuela y la orden de captura contra el presidente de la misma publicación por la publicación de un artículo titulado “Las poderosas de la revolución”, ilustrado con un montaje fotográfico de seis altas funcionarias del Estado venezolano, y
  3. La multa de 9’394,314 bolívares fuertes (aproximadamente 2.1 millones de dólares) a la emisora de televisión Globovisión debido a violaciones a la Lay de Responsabilidad Social en Radio, Televisión y Medios Electrónicos por reportar información acerca de los hechos ocurridos en las inmediaciones del Centro Penitenciario El Rodeo y la intervención de las fuerzas del orden público, lo que a juicio del Directorio de Responsabilidad Social constituyó la transmisión de “mensajes que promovieron alteraciones del orden público, hicieron apología del delito… promovieron el odio por razones políticas y fomentaron la zozobra entre la ciudadanía”.
En la reciente reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), que se celebró en Lima, Perú, del 14 al 18 de octubre de este año, se expusieron asimismo esos casos y se denunció que en Paraguay avanzan numerosos juicios por difamación contra periodistas y medios, en algunos casos iniciados por ministros o cargos electos.

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R104/11, 21 de septiembre de 2011.

R96/11, 31 de agosto de 2011.

 


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