Con motivo de la publicación en 2002 del Informe sobre la violencia y la salud por la Organización Panamericana de la Salud[1], Nelson Mandela escribió -en el prólogo correspondiente- que el siglo XX sería recordado por haber estado marcado por una violencia infligida nunca antes vista en la historia de la humanidad, caracterizada por “…el dolor de los niños maltratados por las personas que deberían protegerlos, de las mujeres heridas o humilladas por parejas violentas, de los ancianos maltratados por sus cuidadores, de los jóvenes intimidados por otros jóvenes y de personas de todas las edades que actúan violentamente contra sí mismas”. El siglo XXI parece seguir la suerte de su antecesor, lo que mucho preocupa, pero, sobre todo, debe ocuparnos para transformar la realidad que se vive en muchos lugares del mundo.
La violencia se hace presente en el mundo cuando hay ausencia o un débil Estado democrático y constitucional de derecho, cuando no se respetan los derechos humanos, cuando la indiferencia de las autoridades ante la corrupción, inseguridad e impunidad se vuelve una constante y cuando los valores y principios se encuentran ausentes en las acciones de las instancias de gobierno y del Estado, así como de los seres humanos como integrantes de la sociedad. Hablamos no solo de aquella que deriva de conflictos armados, sino también de la que se manifiesta a través de agresiones físicas y psicológicas, la que se caracteriza por la desigualdad social, exclusión e injusticia para determinados grupos de población; la que se refleja a través de la pobreza y pobreza extrema, así como aquella que se traduce en discriminación y odio, incluidos los discursos que generan polarización en la sociedad. Todas, sin excepción, nos afectan de un modo u otro.
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